martes, 28 de diciembre de 2010

Mammona


Tengo unos cuadernos donde apunto “cosas oídas y cosas leídas”, que me gusta de vez en cuando repasar desde la perspectiva de su futuro, que es el hoy. Entre ellas hay de todo, desde expresiones populares u ocurrentes hasta algún “textículo” propio de un prospecto, eso que ahora se llama “la literatura”, que acompaña píldoras, cápsulas o viales medicamentosos.

En mayo de 2006, bajo el logo de una entidad financiera, leí un rotundo “¿Quieres? Puedes”, seguido de una verdad de conveniencia “el dinero nos hace libres” y el saludo al potencial cliente con unas letrillas:“Bienvenido/ al lado bueno del dinero./ A un mundo,/ en el que solo hace falta querer,/ para poder./ Bienvenido a...” y seguía la razón social.

Por lo que veían y oían, entre incrédulos y envidiosos, a mis amigos centroeuropeos España les parecía ese Pays de Cocagne del imaginario medieval europeo que pintara Brueghel “el Viejo”. Una especie de paraíso terrenal en el que mana la abundancia, donde no se conoce el hambre ni las guerras y el esfuerzo está proscrito, a no ser para el juego y el ejercicio de la pereza.

El milagro español, decían. Entonces, todo era dar para cualquier negocio o chuchería. Ahora toca pedir a los entrampados y equilibrar balances.

domingo, 26 de diciembre de 2010

Expectación


Dieciocho de diciembre. Me decido a dar un paseo mañanero haciendo la ronda de las murallas de Pamplona, desde el Portal de la Taconera y el revellín de San Roque hasta finalizar más allá del fortín de San Bartolomé, en lo alto de la que decimos ripa o cuesta de Beloso. Voy a estrenar la pasarela de moderna factura que salva por arriba la antigua puerta de Labrit. Será una solemne caminata entre baluartes y revellines de traza Vauban, con magníficas vistas invernales desde el alto borde de la meseta pamplonesa, por cuyo pie discurre un caudaloso río Arga.

Es también sábado de Adviento instituido como «día celebérrimo y preclaro» por los padres del X Concilio de Toledo, allá por el año 656, a fin de celebrar la expectación del parto de la Virgen María desde ocho días antes del nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo. Se le llamó día de Santa María o de la Expectación de la Virgen, pero la devoción popular lo consagró definitivamente como fiesta de Nuestra Señora de la O, por causa de las antífonas de esperanza que se recitan a diario desde la víspera: «O Sapientia, O Adonai, O Enmanuel… veni!».

A medio camino, pasado el Portal Nuevo, entre Recoletas y Santo Andía, hay una pequeña plaza ―recoleta, debería reiterar― donde desde el siglo XIV se venera una gran imagen gótica (santu aundia) de Santa María expectante el parto, cuya primitiva basílica medieval, adosada al convento de los Carmelitas descalzos, estuvo regentada por la antigua cofradía de Languinobrari, de labradores. Y aquí me detengo un rato porque hoy camino evocador de tiempos y personas que no volverán.


Esta Plazuela de la O es un rincón pintoresco desde el que, mediante una gran escalinata de piedra de varios tramos, se puede descender al pie del Portal Nuevo. Es un lugar donde me he divertido mucho en mi niñez. Acompañados por nuestro preceptor y algún amigo que se pegaba, mi hermano y yo jugábamos a las chapas haciéndolas descender a golpecitos de nuestros dedos por las quebradas zancas escaleras abajo, cuidando que no se salieran del trazado, porque si era la tuya perdías la tirada y te aventajaban los contrincantes. El asunto era ver quien llegaba el primero al final de la escalera. No había premio, solo honrilla. Las chapas eran tapones de cerveza El León, de Cinzano y también de Orange Crush. Por su poco peso no era difícil que se cayeran del circuito. En vista de lo cual, preparaba las mías en boxes: la sacristía de la parroquia de San Nicolás, con la inestimable ayuda de un “monago” apellidado Celaya. Allí, ocultándonos de Trifón, el iracundo sacristán, hacíamos caer unas gotas de cera de los cirios sobre el revés de cada chapa y la cubríamos de nuevo con su junta de corcho, previamente extraída. Daban el pego y de este modo conseguíamos que ganaran peso y estabilidad.

Pero no solo evoco hoy juegos de niños, sino también a una tía abuela ―”La tía”, por antonomasia― bautizada con el nombre de María Expectación, “Expecta” para todo el mundo. Nombre inhabitual y extraño que no sé a qué piedad o devoción familiar pudo responder. Porque ella nació en agosto de 1899 ―«con el siglo», decía―, el día de San Lorenzo. De haberse aplicado los usos de la época, hubiera debido llamarse Lorenza. Pero no fue así y nadie podrá aclarármelo.

Enviudó joven todavía y sin hijos. Recibió en herencia un patrimonio mediano, pero siempre se trató a lo pobre y creo que literalmente padeció la vida. En cualquier caso, no la vivió sino como un valle de lágrimas. Era hija de su época: luto riguroso o aliviado y cabello siempre recogido, a lo sumo tocada su cabeza con un casquete con velito por los ojos y unas pieles de fuina por los hombros. Temerosa de Dios, adoradora infatigable, bajo espesa mantilla, en las Auras Juevistas promovidas por los padres Redentoristas. Su mayor preocupación era que de chicos «aprovecháramos bien», que ―en su lenguaje― nos hiciéramos personas de provecho. ¡Ah, y el escote y el largo del vestido de sus sobrinas!

No hubiera sabido describir su personalidad hasta toparme con un personaje de novela de la escritora Donna Leon, con alguien que se pasaba la vida «diciendo que no a todo lo que no fuera estrictamente necesario para la supervivencia. Ni se gozaba de los placeres ni se atendían los deseos, mientras la vida iba transcurriendo. O, lo que es peor, el placer se pervertía, y se encontraba sólo en la abstinencia y el deseo de satisfacción sólo atesorando el producto de las privaciones».[1]

Este podría ser su vivo y amargo retrato hasta su claudicación y entrega al amor de los “biznietos”, cuando se avino a ser atendida.

Recibimos el ciento por uno. Descanse en paz.


[1] LEON, Donna, Doctored Evidence. Trad esp. (Pruebas falsas) de Ana María de la Fuente. Seix Barral, Barcelona. 2005, p. 155.

sábado, 18 de diciembre de 2010

El talento postrero


Se me ocurrió una tarde de verano de 2003, a las 20,22 horas, que si le inyectaramos talento, confundiríamos al sistema y nadie sabría a qué atenerse, porque tendría que dejar de aplicar los métodos y herramientas supuestos ad hoc y forzosamente innovar. ¡La revolución!. Pasaron los días del estío de un año y otro y  optamos, sin saberlo, por dejarlo como estaba en su áurea mediocridad. Estamos ahora en sus postrimerías.

Hoy y mañana


A veces pienso al leerlo que Jaime, que parece insignificante, tiene una mirada estereoscópica. Ve más allá de lo que yo mismo veo…
Pero no. No si lo pienso bien. Creo que no es que tenga más capacidad de ver que yo. Es que repara en lo que ve, se para a mirarlo, no vive metido en el “bollo”, tiene menos prisa, paz. A mí me mata el “mañana”, por eso pierdo el tiempo hoy, y lo que realmente me cansa es dar vueltas a mi propio yo en un futuro que quizá no llegue a ser presente. Un despropósito.

viernes, 3 de diciembre de 2010

Amatxo María



Falleció Amatxo María el día de San Martín. Contaba cien años de edad, menos un mes. Sintiéndose morir, dispuso volver a su casa de Leitza para allí ser velada y luego, en cortejo de familia y allegados, recibir sepultura en la tierra que ha sido testigo diario de su esforzado vivir. Mostraba en su féretro el rostro que siempre tuvo, apacible y sereno. Me dijeron que en su última enfermedad no sufrió y yo recordé las palabras del gran Leonardo al decir que “una vida bien usada causa una dulce muerte”. Porque María, todo fuerza y kozkor, no paró siquiera un momento en la suya. Prototipo de la mujer navarra, temerosa de Dios, sencilla, maternal, trabajadora, puntal y centro de su casa.
Los amores vienen de lejos. En 1982, los Carreño y los Baleztena celebramos cincuenta años de amistad. Intimaron con mis mayores en Leitza, allá por el 32, cuando huidos por los pelos de los sicarios de la República mis abuelos encontraron paz en aquél lugar. Leitza no fue un exilio para los míos, sino Navarra una nueva patria chica que decididamente les arraigó. En la paz bucólica de Leitza su vida no languideció, antes bien cobró tono y hasta vida social en Petrorena y sus aledaños, solar donde pululaban baleztenas, jaurrietas, carreños, trigonas y cualesquiera personas “de fundamento” que por allí recalaran, fueran rusos blancos, niños austriacos o gentes de Zaragoza.
Primero se alojaron en Iñaziobarun, luego en la fonda de la Calixta y, por fin, en Ofizina, donde los Zabaleta les alquilaron durante los veranos de varios lustros todo un piso de su casa. Se la conocía por este nombre desde que allá por los años 1912 ó 13 tuvieron en ella su sede provisional los ingenieros que tendieron la línea férrea del Plazaola entre Pamplona y Leitza.
Amatxo María, también Zabaleta de apellido, casó a casa de su marido Joshé Miel, carpintero de oficio. Pero esto ocurrió cuando éste volvió de la guerra, cuando desmovilizaron a su quinta. El ama joven se hizo cargo de la casa y también de su suegro Miel Joshé y de María y Angelita, sus hijas solteras. Seguidos llegarían una hija y tres varones, casi de mi edad: María Luisa (Chichinita), Juanito, José Ángel y Miguelico. Yo nací en el 48 y desde el mismo año veraneé en Leiza con mis padres y abuelos, entre tatas, tías solteras, María y Angelita, todas yendo, viniendo y cotorreando. La que ponía orden era la Amatxo y los hombres de la casa se dejaban hacer, mientras refunfuñaba el gineceo: “¡Venga, puess, no tenéis mejor cosa que haser! ¡Hala, a trabajarr…!” Aún no mediaba la mañana y ella ya había echado de comer a la vaca, a cerdos y gallinas, puesto el desayuno a los mayores, en planta la casa y se disponía a regar puerros, cebollas, tomates y vainas en su pequeño huerto, en el meandro de la regata. O a desgranar maíces, o dar la vuelta a las castañas y luego apañar un guiso sustancioso para la comida.
De la mano de esta mujer aprendí también a dar los primeros pasos por nuestra tierra, y descubrir grillos, luciérnagas, sapos y ranas; que los cabezones tenían tripas y que las abejas hacían miel, pero picaban con su aguijón; que las vacas parían y que luego les colgaba un no sé qué que nunca me dijeron. Izeba Angelita acariciaba el lomo de la parida mientras le decía “goshua, goshua!” y le daba a beber un balde con una tibia infusión de manzanilla, se conoce que para entonar a la res.
Ya mayorcito, me introdujeron en el mundo de la fabulación, excitando mi infantil imaginación con historias y sucedidos de la montaña: de brujas y lamías en Leitzalarrea, sucesos inexplicables, extraños brillos nocturnos en el cercano cementerio de los burros... La versión local del hombre del saco era Chiquito de Berástegui en carne y hueso, un vecino del pueblo colindante, corto de estatura, con cuya sola mención vencían mis rebeldías a la hora de la siesta o conseguían que volviera de los maizales donde me había ocultado para no hacerla.
Entorno mis ojos y los veo por ahí, vivos aún, a Miel Joshé, a las izebas María y Angelita, a Joshé Miel y a su hijo José Ángel. “¡N'este mundo…!”. Amatxo María también se ha ido al cielo. Siempre la quise porque casi me vio nacer. Sus ojos me transmitían una chispa connivente, como queriéndome decir ¡si yo te contara! Y de este modo yo comprendía lo que yo mismo ignoraba.
Cierro otro largo capítulo de mi vida y a todos les canto con aires de zortziko navarro Agur, Jesus'en ama,/ Birjiña maitea,/ agur, itxasoko izar/ dizdiratzailea./ Agur, zeruko eguzki/ pozkidaz betea. … Agur, Ama nerea,/ Agur, agur, agur.