domingo, 25 de septiembre de 2011

El colillero

Hace decenios que no lo veía, pero el otro día contemplé cómo un anciano recogía colillas del suelo. Con especial cuidado lo hizo con una pava de purito holandés, terciado, que se prendió al morro y aspiró el humo con fruición, como si de un Montecristo se tratase.


Horas después no me pareció que el ponente de una charla académica exagerara exponiendo el carácter de «catástrofe humanitaria de la crisis económica española», con millones de parados, jóvenes sin empleo, prejubilados con escasas pensiones, desahuciados por impago de hipoteca, comedores de caridad con cola, vergonzantes pasando necesidades sin cuento, robos para vender a peristas sin escrúpulos, gente a la rebusca entre la basura para aplacar el hambre… Más tráfico de droga, de blancas, de inmigrantes, de niños, de órganos…

Pero de esto apenas se informa, o se hace de modo deslavazado, de manera que apenas unos pocos ―tildados de negativos y pesimistas― tienen los datos para una visión de conjunto del gran problema. Si acaso, se debate un poco en las instituciones para justificación en el diario de sesiones, pero no se ofrecen alternativas ni soluciones. Crece, eso sí, el número de indignados de todo pelo y condición que ya no saben cómo expresar su rabioso pasar y sentimientos, porque los cauces para ello están reventados, enmarañados por la casta que discute si las ranas visten pelo o pluma o quién gana la porra del «y tú más», mientras mantiene su dieta cobrándonos sueldo, emolumentos y derechos pasivos generados precisamente por su pasividad en los escaños. Me decían gentes de bien con la franqueza que exige la salud pública que, de entrada, a quien diga que nada puede hacer porque es un mero concejal hay que partirle con mucho respeto la cara, finiquitarle el momio, y echarnos a los demonios o todos en auzolán para sacar adelante el negocio ciudadano, dejándonos de atildados salvapatrias.

Ya no se trata del pensamiento agustiniano acerca de la excesiva preocupación por las cosas materiales, que lleva al alma a la mediocridad. Hay gente que metió su alma en un armario para que no estorbe y así desenvolverse mejor. Otra se embrutece sobreviviendo cada día. Pero, con ese iluso afán igualitario que nos está matando, a quien menciona la mediocridad, comenzando por la propia, se le llama elitista y soberbio… Y vuelta a enrasar, por abajo, claro.

Se ha instaurado el fracaso del vivir material. Mas vivir, lo que se dice vivir, no ha sido siempre así.

jueves, 22 de septiembre de 2011

Un dilema de dos, que resultó de tres


Confieso que lo hice así, como lo cuento, y volvería a repetirlo en defensa propia.


Ayer, al caer la tarde, mi mujer y yo caminábamos por una acera de unos cuatro metros de ancho, entre una farola, un chirimbolo para no sé qué y, un metro más allá, una señal de la ORA. Íbamos con nuestro pequeño perro que, atado corto, olisqueaba el muro de la izquierda. Frente a nosotros, una gusanito nos miraba, viéndolas venir… Y vino así.


Oí por detrás una voz que, a cierta distancia, gritaba pí, pí, pí… Miré de soslayo y vi a dos mozalbetes sobre una bicicleta acercándose, inestables, a cierta velocidad. El que se sentaba sobre el manillar gritaba ya un insolente piií, piií, piií… Un dilema vital se me presentó: o saltábamos con el perro o nos atropellaban por la espalda. Mi mujer en Babia, el perro a lo suyo y la gusanito atenta al desenlace…


Enfiló la bicicleta el escaso espacio que había entre mi mujer yo cuando, haciéndome a un lado, volví sobre el otro y con mi hombro le di un empellón al equilibrista. Él, su motor y los hierros que cabalgaban se esnafraron contra una reja, mientras maldecían de nosotros ¡por no apartarnos! y nos amenazaban con darle una patada al puto perro. Mi mujer comprendió mi finta y aún le retó al macho más vociferante: «¡ven por aquí ven…!» Pero no se le acercó. Se alejaron blasfemando, mientras la impertérrita gusanito comprobaba en los parabrisas de los coches que nadie se excedía en la ORA.

sábado, 17 de septiembre de 2011

Košice, y II


Monumento en Košice

Sujeta al devenir histórico, otrora parte de Transilvania, luego del Reino de Hungría, provincia del Imperio austro-húngaro, reino sin restauración monárquica, checoslovaca tras el telón de acero y hoy eslovaca en el seno de la Unión Europea. De mano en mano, de todos, quizá de nadie, llamárase Kassa, Kasbrau o Košice, es patria chica de un errante que se firmaba Sándor Márai. En realidad Sándor Károly Henrik Grosschmid de Mára, nacido en 1900 en esta ciudad. Húngaro de nacimiento, sajón de estirpe paterna y nacionalizado norteamericano; antinazi, antisoviético, casado con judía… Suicida con las botas puestas, probablemente no consiguió lo que proclamara: “El hombre hace suyo un lugar no sólo con el pico y la pala sino también con lo que piensa al picar y palear”. “Peregrino del siglo XXI”, le calificaron hace pocos años sus compatriotas.


En Košice hay un conjunto monumental en bronce dedicado a Márai. El autor está sentado, en relajada actitud de atender a quien pudiera estar sentado en la silla vacía que tiene enfrente, quizá en duelo verbal con el fingido Kónrad, buscando la implacable y recóndita verdad de los hechos en El último encuentro, o una respuesta a la pregunta “qué se esconde detrás de la amistad”.


Me hubiera gustado hacerlo, pero no me atreví a ocupar la silla vacía para concararme con ese profundo observador de los sentimientos y las relaciones humanas y preguntarle si, en realidad, lo que a él NO le pasó es que “uno acepta el mundo, poco a poco, y muere”.

Košice, I




Fuente: http://es.wikipedia.org/

 
Así ocurrió días pasados. Un jesuita, desde el ambón, no suele renunciar a hacer hagiografía de sus compañeros mártires. Siquiera debe procurar que no pasen desapercibidos para la feligresía, cuando hoy los santos se cuentan hasta entre la gente corriente. Es el caso de Melchor Grodziecki, Marcos Krizevcanin e István Pongracz, católicos papistas de la Compañía de Jesús a quienes los luteranos transilvanos dieron tormento y muerte el 6 de septiembre de 1619, en la ciudad de Košice, hoy eslovaca e importante plaza del imperio húngaro durante la Guerra de los Treinta Años (1618-1648). Una guerra que comenzó siendo revuelta y se hizo paneuropea, participando España en la Liga que apoyaba a Fernando II de Habsburgo.

Viajé a Košice a principios del 2000. Llegué out of time, vía Praga, muy de madrugada, en un airbús de bandera checa. La terminal muy gris, angosta, polvorienta, mal ventilada… En fin, destartalada y varias veces parcheada con materiales de dudosa calidad y estética. Un micro nos esperaba en el oscuro exterior para conducirnos a nuestra residencia en Spišska nová Ves, pequeña ciudad próxima, al pie de los Altos Tatras, en el macizo que forman los Cárpatos occidentales.

Košice, segunda ciudad de Eslovaquia, lo fue también de Hungría entre los siglos XIV y XVIII. Se encuentra en un rincón al noreste del país, entre las lindes de Hungría, Polonia y Ucrania. Austria tampoco queda lejos. Merced a sucesivos privilegios municipales de concesión real, creció como ciudad gremial y multicultural en el medievo, a la orilla del Hornád y en un cruce de caminos que le permitió desarrollar un importante mercado hasta el siglo XIX y ahora renacer. Aparte de sus orígenes forales, en 1369, Luis el Grande le otorgó el privilegio de usar escudo de armas, convirtiéndola de este modo en la primera ciudad del mundo dotada de blasón, que ilustra estas líneas, como elemento heráldico definidor de su personalidad. Otra de sus singularidades es que la de Santa Isabel de Hungría es la catedral gótica situada más al este de Europa.

Un tanto fanée por causa del anterior régimen comunista, la pequeña y coqueta ciudad es prototípica de las centroeuropeas, que se organizan a partir de un núcleo poblacional de estilo gótico en torno  a la iglesia, que se va haciendo progresivamente barroco e imperio conforme se aleja de ella.

miércoles, 7 de septiembre de 2011

Queda el tocón

A juzgar por los anillos que le cuento, tenía más años que yo. Fue un gran olmo que en el buen tiempo dio sombra a tata Milagros y al ama Matilde, que llegaban hasta él empujando agobiadas el cochecito con el último de mis hermanos, mientras los demás pululábamos en derredor y el japi no nos perdía ojo, por si echábamos mano de las flores de los parterres multicolores o las pisábamos mientras jugábamos al escondite.

Olmos de gran porte y prestancia han caído por docenas en los parques de la ciudad, víctimas de la grafiosis. El bosquecillo de la Taconera era un olmedo de negrillos con tal frondosidad que a sus pies, sobre un estrado de madera, la banda municipal interpretaba los clásicos románticos de los conciertos dominicales, seguidos por circunspectos ciudadanos desde las sillas de pago, los alejados bancos e incluso desde la barra de cinc con frescas cañas y olivas que servía El Alemán.

De todo esto, que hace tiempo pasó, quedan mis vívidos recuerdos infantiles y el tocón, que se pudre mientras nutre blancos hongos mucilaginosos, probablemente venenosos.