sábado, 28 de febrero de 2015

Jugamos al ¿qué ves?


Con Tata Mari aprendí a escuchar la Naturaleza y también a ver con detenimiento, a mirar y descubrir. Me llevó sin saberlo al terreno de las emociones, de modo que ante un bello paisaje pudiera decir sin equivocarme ¡qué paisaje tan emocionante!.

Empezó por cosa tan tonta como el juego del ¿qué ves?, intentando descubrir unas formas en otras. Tumbados en un prado ver las que adoptan las cambiantes nubes y adivinar en ellas rostros, borregos, ángeles, procesiones, fantasmas y hasta al mismísimo cabrón de los aquelarres: «¿—Lo ves? —No, no lo veo… —Mira, que se va… —¡Ahora lo vi! —Mira esos montes…¿No te parecen los pechos de una mujer? —Pues no, Tata».  Claro, a mi edad no los veía por mucho que imaginara. En su inmovilidad daban más juego los árboles y su follaje, e incluso los leños y tarugos de madera. «¿No ves, si lo pones así, un narizotas? ¿Y asá un rinoceronte? »

Conejo
Caballo
Me vino a iniciar, sin saberlo, en algo que supe mucho mucho después, que la Naturaleza es algo real pero que el paisaje es emocional, que lo hacen los ojos humanos, que el paisaje es un estado del alma. Esto último lo dijo un filósofo nacido en el país de las grandes montañas: Suiza.

¿Un perfil de mujer?

El paisaje baztanés no solo es lo que ves, sino lo que miras. Puedes mirarlo con muy distintos ojos: con ojos miopes de ciudad, cansados, deprimidos, de vuelta de todo y entonces no verás nada, o con ojos alegres y risueños, que te mostrarán su personalidad. Puedes incluso ver hasta lo que no hay, porque entonces estarás mirando hacia tus adentros, descubriéndote a ti mismo.

Habrá quien piense que el paisaje nos viene dado, que es algo natural. Pues se equivoca, porque amo y señor del paisaje es el hombre, que lo modifica a su medida, preservándolo o arruinándolo. En Baztan reparas que cada cosa está en su sitio, en peculiar armonía. Es un escenario sin exotismos en el que se ha desenvuelto y se desenvuelve un hombre peculiar, baztandarra, y entre ambos, en singular simbiosis, tejen una historia secular, que no es sólo cosa del hoy sino que está tejida con el ayer y el mañana. 






jueves, 19 de febrero de 2015

Rancheras, estropajo y jabón


Tata Mari era muy guapa. Pasaba más tiempo conmigo que en las labores del hogar que quería aprender. Eso creía yo, pero lo cierto es que atendía la mesa de los mayores y  aprendía cosas de Mamá Isabel, de mi madre y de mis tías. Después del desayuno planchaba mis pocas ropas y las suyas —no sé para qué, porque nos poníamos perdidos— y ¡hala! conmigo… Inmediatamente después de cenar tenía también un ratillo de conversación con mi madre, porque un día las sorprendí y, creyendo que hablaban de mí, puse la oreja. Pero no, hablaban de cómo llevar una casa. Mi madre la quería mucho porque era adorable. Ella también la quería.

El jueves por la tarde tocaba plancha y a veces preferíamos no salir. En la gran terraza que daba sobre el río nos engolfábamos en la lectura de El tesoro de la Juventud o en la ejecución de los experimentos que proponía, para lo que yo recurría a mi madre y a tía Luisa, que eran muy imaginativas. Mientras leía un tomo, Tata Mari leía otro y a veces nos peleábamos porque las historias que empezaban en uno terminaban en otro, que tenía ella o yo. Otras veces rebuscábamos materiales para hacer los experimentos, con los que Mari no siempre estaba muy conforme desde que le conté que un día, en el colegio, implotamos un arrapo con una campana de vacío. Pobre sapo.

La plancha era asunto de Mamá Isabel y  de “la del Pénjamo”. La hacían en la antecocina, donde situaban las tablas, las planchas, sendos boles con agua, otro con el almidón y se preparaban su propia meriendilla. ¡Ah!, antes que nada, rebuscaban no sé qué emisora de radio que entre ruidos transmitía una novela muy llorona y música dedicada. De la radio salió lo de Pénjamo, que es una ciudad de México. Entonces —finales de los cincuenta y principios de los sesenta— era muy aplaudida una ranchera llamada “Si quieres venir a Pénjamo”, que cantaba “El Gallo Giro”. Sonaba a todas horas y la gafuda repetía todo el santo día la última estrofa, que decía:

«Si quieres venir a Pénjamo
mi tierra feliz y cálida
deme un besito
que sienta bonito
y ahí está Pénjamo
con sus rincones, y bellas canciones
que le hablan de amor. »

A ella yo creo que justo la besó su madre, porque era zokorra, fea, pequeñaja, muy descarada y llevaba gafas con horrible montura negra y cristales gordos como culos de botella. No se de dónde salió, pero Mamá Isabel le puso la proa y así como llegó desapareció. Discutían mucho entre ellas.

Era tal su obsesión con la canción, que acabó llamando Pénjamo a un recuelo de manga de café que tomaba a todas horas. No bebía otra cosa. Yo creo que era una apretada de tripas y el caldo ese le aliviaba el tránsito, como se dice ahora.


El sábado era día de baño al oscurecer. No de río, sino de quitar las zoldas. Por supuesto que a mí no me bañaba nadie, pero me pasaban dos revistas. Tres casi: Tata Mari, que lo intentaba sin éxito, Mamá Isabel, que me obligaba con la mano levantada, y luego mi madre. Alguna vez no pasé la revista de las rodillas, porque ellas decían que estaban sucias y lo cierto es que estaban matadas, con la piel ennegrecida de tantos muturrekos con la bici y cicatrices. Pero no me creyeron y ¡hala! estropajo con jabón de trozo y no lograron sacar otra cosa que mis insultos. Bueno, a mi madre no. El aitetxi Floren me comprendía y decía que estaban chifladas.




domingo, 8 de febrero de 2015

Un cuto a medias (Los txerripuxkes)


 Un día de invierno llamaron a Tata Mari a su casa. Todos nos alteramos por si hubiera alguna “novedad” por la que preocuparnos, pero no era así. Formaba parte del acuerdo con mis padres  que pudiera volver de vacaciones a su casa unos días en invierno, cuando menos había que ocuparse de mí, porque asistía al colegio. Además en casa quedaban Mamá Isabel y la del “Pénjamo”.

A mí me costó un doler, aunque solo fuera por diez días. Tata Mari me consolaba goxo-goxo diciendo que volvería en un poco más de una semana, que total solo me veía ya de noche, a mi vuelta del colegio, la tarde de los jueves y la mitad de la de los sábados. El domingo a veces, porque ella salía con sus amigas. Si, pero no, decía yo sin convencimiento. No me dijo que volvía a su casa para echar una mano en el matatxerri, la matanza del cuto (cerdo) un importante evento familiar por entonces en Navarra.

Llegó el día en que, estando yo en el cole, tomó La Baztanesa y al mediodía llamó por teléfono la Josepha a mi madre para decir que Maritxu había llegado bien, un poco triste pero bien, que qué guapa y fina mujer se estaba poniendo, del todo señorita, que cuántas cosas había aprendido en los meses que llevaba con nosotros, los ahorros, en fin… que muchas gracias y besos y de todo.

Esto contaba mi madre y yo pensaba en las muchas barbaridades que habíamos hecho, que si nos hubieran visto no dirían eso. Y me acordaba de los culos rotos en los prados, en aquella enorme meta que derribamos hasta el metaziri y nada dijimos y alguna que otra burrada con las bicis.

Mal que bien pasaron los diez días y Tata Mari avisó que volvía. Gran jolgorio el mío, porque iría a buscarla a Baztan con Santiago. Menos mal que fue Santiago, porque traía un cajón grande que pesaba mucho. Llegó a casa y después de muxukeka con mi madre y Mamá Isabel, en el office metieron mano —y yo nariz— al cajón, que parecía lleno de musgo y con ramas de acebo por encima.

Lo primero que salió fueron unas gruesas morcillas, después varios txistores, birica, zolomos, zinger para chulas, costillas y cabezada de cerdo, un par de zerrizangos, manteca y algunas cosas más ¡Me espantó descubrir entre los papeles una oreja, el rabo y el zerrimutur, el morro!

Yo pregunté por todo aquello y me contestó mi madre que habíamos matado medio cuto con Antton y la Joshepa. Yo no sabía que se podía hacer, porque si lo matabas estaba muerto entero, pero no medio muerto. Tata Mari, acariciándome la nuca, me dijo que tenía razón, que no podía matarse solo la mitad, pero sí repartirlo a medias. Entonces, echando mis cuentas, en el cajón faltaban un pernil y la paletilla. Era demasiada comida para nosotros, pero Mamá Isabel debió apañar algún otro reparto. No supe más.

Entonces me enteré qué era matar un cuto a medias. En aquéllos tiempos, que seguían siendo duros, la gente de la ciudad apalabraba con la del campo criar un cerdo repartiéndose los gastos de crianza y de matarife. Llegado el momento, allá por San Martín en el santoral, se sacrificaba el animal y se repartían su despiece según la cuenta de gastos que se llevaba y uno se quedaba con más carne y otro con menos, pero el que vivía en la ciudad tenía carne a un precio asegurado y los del campo ganaban un dinero. Este negocio, porque lo era, tenía su cosa, porque entonces no se podía traficar con alimentos y a la entrada de las ciudades controlaban en el fielato municipal si se transportaban o no. Por eso que Santiago y yo fuéramos ingenuamente a buscar a Tata, para no levantar sospechas, y que el cajón hasta pinchara. Llovía bastante.

Trajo también Tata Mari unas tortas de txanchigorri y unos artopiles hechos por ella, que me apresuré a merendar con un vaso de leche. Yo me comí media torta, que estaba muy buena, y mi madre prefirió esperar para cenar la otra media. Pero Mamá Isabel no les hizo mucho caso. Serían celos, sobre todo porque Mari le dijo que le enseñaría a hacerlas. ¡A ella! La cosa empezó a torcerse cuando Mamá Isabel dijo que Tata había traído poca manteca y mucho tocino y que habría que preparar más de aquélla para los guisos del día a día. Mi madre dispuso que esta operación, que era larga, sería mejor dejarla para el domingo, porque ya era tarde.

Y amaneció el día, muy lluvioso, en que se asó la manteca. Pusieron a fundir a fuego lento el tocino en una perola, de la que Mamá Isabel iba retirando la manteca a una grasera o mantequera o como se llame. Tata Mari le advirtió que no tirara los chicharrones, pues los necesitarían para hacer las tortas. Y volvió a liarse, pero en tono mayor, porque Mamá Isabel, que era cacereña, le dijo a Tata Mari que tortas de chicharrones ya sabía hacer ella, que en su pueblo… Y Tata lloró, porque no quería hacerla de menos, que sólo quería hacer txanchigorris. Yo me chivé a mi madre, que fue a la cocina, puso orden y consoló a Tata Mari. Otra vez muxukeka...

Cuando terminó la “fundición” del tocino era tarde y nos fuimos a Misa mayor. Mi padre estaba indignado por el pestazo que había en toda la casa, hasta el punto que hubo que poner a ventilar el traje que llevaba y se puso otro. Durante la comida nos tomó el pelo preguntándonos con aire zumbón a qué hora comenzarían las clases de “corte y confección” de las tortas, para quitarse de en medio; hasta tal punto llegó, que mi madre se picó porque ya estaba harta de gaitas y Tata Mari, que iba y venía, no sabía si reír o llorar. Al final le entró una risa nerviosa y comenzó ajataka cuando mi madre le espetó a mi padre que no entendía nada, que las clases serían primero de confección y luego de corte.

Bueno. Dirigía Tata Mari. El horno cogiendo fuerza. Alumnos mi madre, Mamá Isabel y  yo alrededor de la mesa de mármol de la cocina. Todos los ingredientes a mano. Tata explicó que la torta antes se hacía sólo con manteca, pero que su madre usa mantequilla, porque si no sale muy basta y suele sentar mal.


Los chicharrones ya estaban fríos y comenzó a picarlos muy finos con una tijera que era un desastre porque no estaba afilada y el tornillo estaba flojo. Entre dimes y diretes tardamos como una hora en conseguir la esperada hornada. Yo me quemé, por echar mano a una torta y recibí un rapapolvos de todas, porque ¡niño, se comen frías!

domingo, 1 de febrero de 2015

Las bicicletas del sabai


Tata Mari y yo descubrimos en el sabai —así le llamaban al desván— dos bicicletas llenas de polvo y de telarañas, con algunas partes oxidadas, que bien podrían servirnos, una vez reparadas, para nuestras excursiones de cercanías. Allí mismo las examinamos y resultó lo siguiente:

Una de las bicis era de las llamadas de mujer, de un horrible color verde negruzco que se veía todo gris. Tenía rota la cadena y los frenos descuajeringados. Las ruedas eran grandes, tenían podridas las cubiertas, torcidos los guardabarros y agujereada la red que unía los de atrás con el buje.

Francés
de Aranbide
La otra era de chico, con barra alta, de tamaño mediano y, bajo el polvazo, de un color azul cielo en muy buen estado, salvo el manillar, un poco picado de óxido. Por lo que luego supe, había sido de mi tío Víctor. Tenía esta bici varias particularidades, como mi tío: las ruedas eran macizas y la goma estaba en un estado así así, carecía de frenos y tenía piñón fijo. En cualquier caso eran dos vehículos que convenientemente reparados podrían venirme muy bien para mis andanzas con Tata goiti ta beiti, por aquí y por allá.

Primero intenté convencer a mis padres de la excelencia del hallazgo y de lo bien que nos vendrían ambos vehículos para hacer excursiones y que al llegar antes al destino también regresaríamos antes. Silencio como respuesta.

Luego  dije que arreglarlas no valdría mucho dinero y que, además… ( y repetía el primer argumento). Silencio.

Que, total, para tenerlas en el sabai igual daba vendérselas al chatarrero que pasaba de vez en cuando. En este punto de mi argumentación ya no hubo silencio y preguntaron a Tata Mari cuándo pasaba el chatarrero. Después dijeron para mi consternación que sí, que lo mejor sería venderlas y sacar un dinero, porque las bicis estaban viejas y eran muy peligrosas.

Yo me mordía los puños, pero felizmente encontré el argumento definitivo: «¡Pero si vosotros estáis vivos y habéis andado en bicicleta!»

Creo que mis padres no querían hacerme rabiar, sino comprobar cómo me las apañaba para argumentar mi deseo.

Intenté convencerles también de que a “la mía” le pusieran piñón libre y ruedas con cámara y cubierta pero —dándo la vuelta a mi argumento anterior— me dijeron que no, que si así había andado mi tío, también podría hacerlo yo. Pues kitto.

La bici de Tata Mari
Entre Tata Mari y yo bajamos las bicicletas, que pesaban una barbaridad, porque eran de tubo de hierro, les limpiamos el polvo por encima y las llevamos a arreglar. Poca cosa tenía la mía, que no fuera engrasar, pero para la grande hubo que encargar cámaras, cubiertas y piezas para los frenos, que tardaron muchísimo en llegar.

Tata iba como una princesa, aunque la bici fuera vieja, y yo hecho un pobretayu, como decía mi abuela. Además me rompía las piernas, que tenían que servir para pedalear y para frenar. Como las gomas macizas tenían holgura, giraban sobre la llanta y como aquél bicho no paraba en seco, gastaba suela de sandalia para detenerlo o me caía. Si cogía curvas, a poco pronunciadas que fuesen, se salían las gomas y me daba unos muturrekos de aquí te espero. Siempre salía herido.

Si embargo hacía algo que maravillaba a los chicos del lugar: era capaz de andar marcha atrás, de culo, sentado en el manillar, aunque la chulada terminara en una galleta o un mal golpe en los güevos con el sillín.


Con estas singulares bicis llegamos a ir hasta Lourdetxo y al colegio de Lekaroz, camino de Pamplona, y bastante más lejos de Arizkun, camino de Otsondo. Subir las cuestas era un sufrir, pero cuesta abajo yo me embalaba siempre que no tuviera que coger curva alguna, que entrañaría un riesgo mortal de necesidad. A toda pastilla, soltaba los pies de los pedales hasta que perdiera velocidad el artefacto y pudiera volver a ponerlos. Tata Mari hacía lo mismo, faldas al aire, porque ella circulaba a la francesa y no como esas que por sujetarse la falda llevaban solo una mano en el manillar y ahí se las veían en las curvas, en las cuestas y para frenar.