domingo, 19 de abril de 2015

La torta que me dio Tata Mari


Un día Tata Mari me dio una torta seca por mirarle bajo las faldas: «—¡Toma, para que te enteres!»  Y me dejó sin habla. No lloré, pero me picó la cara un buen rato. Luego me dijo que la torta me la había dado por la malicia de mirar. «—¡Eso no está bien y si lo haces de nuevo me marcharé de casa!». No dijo “tu casa” sino “de casa”. Me dejó aterrado. Le había visto un montón de veces los muslos, incluso le había ayudado a curarlos… No entendí nada, pero al día siguiente le pedí perdón y nos abrazamos.

Y claro que se los había visto andando en bici y rompiéndonos los culos en los prados más empinados y largos, por los que nos tirábamos sentados sobre un saco, agarrados a las esquinas que nos quedaban en la entrepierna. Volábamos y se calentaban las nalgas, pero nada más. El día que chocamos con la metaziri y la derribamos Tata Mari se hizo daño. Perdió el saco y terminó de bajar sobre la falda, que se le rompió por atrás y se le subió hasta la cintura. Se hizo unos raspones largos desde la corva hasta los culos, casi. Estaban en carne viva, no le sangraban pero le dolían mucho y tenían hierbajos clavados.

Tata Mari —y yo mismo— tenía dos problemas: el primero, que con el vestido roto no podía entrar en casa sin dar explicaciones a Mamá Isabel y luego a mis padres, que le reprenderían por irresponsable y, además, por romper el vestido, aunque solo fuera una batita de piqué. El segundo, que tenía que curar los raspones y no se los podía enseñar a nadie por la misma razón. Entonces se me ocurrió una idea que le pareció brillante: nos acercaríamos a casa, ella se sentaría en el pretil de la carretera a esperar que yo, sin dejarme ver mucho, entrara en su habitación para coger del armario una chaquetilla azul y volver donde ella estaba. Se la ataría con las mangas a la cintura y así taparía el roto y las lesiones. Pero al volver Mamá Isabel salió a nuestro paso para preguntarnos cómo es que regresábamos tan pronto a casa y, a Mari, si es que hacía frío en julio. No mostró más interés y Tata se fue a cambiar de vestido. Creo que Mamá Isabel se olió alguna trastada.

Al rato oí voces de Tata, que me llamaba con la puerta del baño entreabierta. Había que curar la herida y no había nada allí. Por haber padecido semejantes heridas, yo sabía cómo hacerlo, pero el botiquín estaba en el cuarto de mis padres. Sigilosamente me traje la tintura de mertiolato, pomada de belladona, una lata de gasas y el esparadrapo. Le tuve que ayudar con la varilla de cristal que tenía el mertiolato, mientras le saltaban las lágrimas por la quemazón que producía sobre la carne viva, como la del yodo. Luego, cuando se secó, le ayudé también a extender la pomada de belladona, que le alivió mucho el dolor, y también a poner dos apósitos de gasa en los raspones más profundos. El siguiente problema fue que, como la pomada era de un color marrón muy oscuro, para no manchar la falda tuvo que estar el resto del día de pié. Se fue pronto a la cama alegando que no se encontraba bien. Las curas las repetimos unos días, pero solo con belladona, y conseguimos que los raspones no se infectaran y que las faldas no se mancharan.
 
Fijaos si sabría yo de piernas y muslos. Pero hoy pienso que Tata Mari me clavó acertadamente el zartako.

martes, 14 de abril de 2015

Miel, cera y zartakos


Tata Mari nunca me dejó acercarme a las colmenas, porque no se debía molestar a las abejas. Primero, porque se les debía un respeto y, segundo, porque si te picaban todas a la vez significaría una muerte segura. No sería el primer caso. O sea que tenía prohibido terminantemente acercarme a ellas.

© Wikipedia Commons. John Serverns.
Siendo yo jovencito recuerdo que había colmenas en casi todos los caseríos, por lo menos un par. Algunas eran muy antiguas, de mimbre y barro, otras tenían panales horizontales. Los caseros las manipulaban a pelo, sin protección alguna, suai-suai y musitando palabras a las abejas. Lo cierto es que sacaban los panales sin que les picaran, ponían a escurrir la miel y luego fundían la cera virgen para hacer candelas. La miel filtrada, que estaba muy rica sobre rebanadas de pan con natas, era muy oscura o bien clara. Dependía de donde estuvieran las colmenas, si cerca de algún bosque o próximas a flores. Se dedicaba al consumo de la familia. Con la cera, de rico olor,  yo he visto encerar los suelos de tarima de roble y también hacer velas para ofrecer a la iglesia y bendecir en la Candelaria o para el Monumento eucarístico del Viernes Santo. También otras más finas, como de no más de un dedo meñique de gruesas, para enrollar y hacer las argitzaiolak, que se encendían sobre las fuesas de la casa en las Misas de cabo de año por cada familiar difunto.

Pero la curiosidad mató al ratón. Un día infringí la prohibición de Tata Mari, me acerqué a la colmena más próxima y, desde lejos por si acaso, metí un palo largo y fino por la piquera. Ama!, todas se me abalanzaron. Al salir corriendo conseguí cinco picaduras en la mano derecha, uno en el cuello y bastantes capones y zartakos por desobedecer y para que dejara de quejarme mientras me sacaban los aguijones en casa. La mano me creció como al doble. Tata Mari me tiró dolorosos imurtxis y hasta el boticario se permitió darme un pescozón “por tonto”, antes de aplicarme una pomada que me bajó la hinchazón, pero no me quitó el dolor.


Daprose.net
Cuando se calmó la cosa, al día siguiente, me explicó Tata que las erleak son animales domésticos, ganado como las vacas y las ovejas, y se les tenía por los nekazaris tanto o más aprecio que a éstas, por su producción de miel, de cera, de jalea y por algo atávico también. En tiempos pasados se decía que matar abejas era pecado y había muchos lugares donde, cual si se tratase de personas, se les llegaba a advertir de la muerte de los miembros de la familia, pues de lo contrario se creía que las abejas morirían y no habría velas que ofrecer al difunto. Si quien fallecía era el etxekojaun el aviso tenía su propio ritual, pidiendo a las abejas que hicieran  argitzarie suficiente, porque en la iglesia se necesitaría mucha luz. Por ejemplo, en Ziga se les exhortaba a ello diciéndoles “Argitzarie eitzatzue, berei argitzeko". Años después supe que Tata Mari tenía toda la razón y que tanta importancia han tenido los enjambres y colmenas en Navarra que están regulados por los propios Fueros y las costumbres del lugar. Ya digo, como si se tratase de personas.


miércoles, 8 de abril de 2015

El Moro


Moro no era un txakur cualquiera. Era un señor perro, un precioso setter Gordon, que el padre de Tata Mari usaba para cazar pluma y pelo. Era despierto, siempre alerta, alegre, afectuoso, de buen comportamiento, muy apegado a su amo Antton, desconfiado con los extraños, defensor de Lunaresborda y, sobre todo, ¡no dejaba que los guardias se le acercasen! Me contaron por qué le llamaron así, pero hace tantos años que ya no me acuerdo.

El Moro iba para viejo, pero seguía siendo servicial con la casa que de cachorro lo adoptó. Conocía y correteaba por trochas y veredas. Y donde no las había se las inventaba, pero siempre sabía dónde iba. Hacía gau lanak con Antton y le suponía gran ayuda, porque de noche no se le veía y venteaba a los guardias a distancia. Entonces hacía la muestra, gruñía un poco para advertirle y se acuclillaba a un lado para que, pasara lo que pasase, no descubrir al amo. Luego, si no le llamaba, al cabo de un buen rato trotaba como sin rumbo fijo para despistar, hasta aparecer horas después en Lunaresborda. Era imposible seguirlo.

Sabía donde paraba Tata Mari y no era raro verlo aparecer por casa para acompañarnos en nuestras correrías, después de dar buena cuenta de sobras de los desayunos. Mamá Isabel casi siempre solía guardar algo goloso para él. Si salíamos al campo lo mejor era dejarse aconsejar, seguir al perro, pues según te notara de fuerzas daba una vuelta grande o pequeña. En el río disfrutaba muchísimo si le tirabas unos palos al agua, y hacía levantar el vuelo a toda clase de pájaros. Cuando ya no te quedaba resuello bastaba ordenarle «Moro, etxera. Fite…!» y alcorzaba siempre hasta la mía, ¡claro, la del más débil! Luego Tata Mari lo mandaba a Lunaresborda.

Cuando se puso de moda en Francia eso de los piensos para perros, al Moro nunca hubo forma de hacérselos comer. Prefería pan viejo mojado en un poco de sopa y sobras del puchero, pero sin mezclar. Un día descubrimos que le gustaba la coliflor con bechamel, porque en un descuido de Tata Mari casi se comió una fuente de ella. Mari se apuró muchísimo al decirlo en la mesa, mientras todos reíamos al oír los «¡coño con el perro!» de Mamá Isabel en la cocina. También le gustaba robar las croquetas, aunque estuvieran sin freír. El Moro no hacía ascos a nada comestible, pero traía a la mano las piezas de caza sin morder.

Me contó Tata Mari que en el matatxerri el Moro se ponía a un lado, un poco lejos, sin molestar, esperando que durante el despiece le echasen la “madriguera” de las cerdas, que se las comía aún palpitantes, sobre la marcha, dejando algo para los gatos. ¡Aj, zerrikaka! Me impresionó mucho.

Publicado en http://lovelybaztan.com/2015/04/08/el-moro/