domingo, 3 de mayo de 2015

Moscones y patosos


Mamá Isabel sabía que Tata Mari era alguien especial. Que no solo era la protegida, sino encomendada a mis padres y por tanto también a ella. Tenían sus pequeños rifirrafes pero se querían.

Estaba yo un día desayunando en la antecocina cuando le oí recriminar a Tata: que ni se le ocurriera hacer requiebros al Juanito, un mutilzar que siempre andaba zikirri- zakarra como si justo pasara por allá, que ya se había informado, que era un zampatortas que nada tenía que ofrecerle, que por algo estaba soltero, que alguna vez le habían visto moskorra llevando un buen músico, que ella tenía que aspirar a mucho más, que era una señorita, que tenía mucha vida por delante y mundo por ver, que se lo decía ella que tenía experiencia... Tata, abrumada, le contestó cuando pudo que ya se había dado cuenta y que no le gustaba nada, que el Juanito era un zokoten entrometido y que ya le había dicho su padre que tuviera prevención de los mozos viejos… Bueno, que estuviera tranquila y que gracias.

Había otro, un txikito que venía —como decía mi padre— de vistillas, a echar un ojo con pretendido disimulo. Iba y venía del campo con su carreta pasando por delante de casa, donde siempre tenía que parar para apretar el yugo y nos dejaba una horrible peste a fiemo y cuatro o seis behikakas de los bueyes que a mi madre le ponían del hígado, porque si no se recogían alguna —por su hermana— siempre metía el pié y venían pájaros y enjambres de moscas a picotear. ¡Ah, y mandoulis!, que mordían y nos hacían habones. Este txikito caganidos tampoco tenía opción alguna, porque en casa todo el mundo le ponía a parir y mi tío Víctor decía que era un mamón. Ser un mamón era para mi tío la actividad más despreciable que podía ejercer el ser humano.


Como Tata Mari era bonita, sí que tuvo que aguantar silbidos y piropos desgraciados de chortas, o sea soldados de recluta, y peones de andamio. Pero yo ni le conocí requiebros, como decía Mamá Isabel, ni otra cosa. Ella iba a lo suyo, que por el momento era aprender a desenvolverse y atenderme. Sabía plantar cara y defenderse. Fue en Pamplona, delante de la Heladería Italiana, cuando una tarde un chorta que pasaba en un grupo me preguntó, para que lo oyera Tata, si yo solo me atrevía con ella. Tata Mari lo miró de abajo arriba y le lanzó con un desprecio señorial: «¡idiota!» El chorta no dijo ni palabra ni tampoco sus compañeros. Desaparecieron.