Me hubiera gustado llamarme Fernando, pero no fue
cosa mía. Tenía un hermano tres años menor cuya vida siempre se debatió entre
dos murgas: ¡qué hambreeee! ¡qué ardoooor! La cosa del hambre se la intentaban
calmar en casa a base de más pan en el bocadillo y algunos extras. El ardor le
llevó al especialista de digestivo, quien le hizo un reconocimiento radiológico
completo tras de hacerle tragar una papilla de bario como contraste. Nada
tenía, pero como consecuencia de la papilla inerte tuvo el chico un
estreñimiento para nota. Porque de suyo él era estreñido y, claro, el bario fue
como si hubiera tragado pastelillos de portland. Yo era más equilibrado en las
expresiones, pero no por ello dejaba de pasar menos hambre. En época de colegio
nos desayunábamos con un tazón de aluminio —en su día de última moda— que
contenía chocolate espesado con harina, azucarado y ya frío, con trocitos de pan
hervido en él; era contundente y de alto valor energético. Pero…
Los dos hermanos entrábamos al colegio a la misma
hora, por lo que, después de asearnos, nos ponían a las cabeceras de una larga
mesa de mármol en la gran cocina, donde debíamos dar cuenta de nuestro desayuno.
Aquél día de marras no sé quien de los dos empezó a decir que el chocolate
sabía a conejo. «¡Venga, desayunad, que no llegáis al
colegio!» —nos decían. «¡No, sabe a conejo!» —respondíamos
emperrados. La abuela nos dió las correspondientes cocas y pellizcos, pasó la
hora del colegio y nosotros sentados ante el chocolate hasta que, vencidos, nos
lo comimos y salimos caminando hacia el colegio, con un par de azotes más. No
sabíamos qué nos iba a ocurrir a continuación por llegar tarde y teníamos
nuestra silenciosa preocupación. El hermano portero nos indicó con serio rostro
que pasáramos por el despacho del prefecto de disciplina. ¡Adelanaante! Allí
nos esperaba, con mirada y rictus jesuítico, una reprimenda ácida con todas las
de la ley, aludiendo al esfuerzo de nuestros padres, a la educación recibida en
el colegio, al espíritu de sacrificio, a los pobres que no tenían qué comer…
Como colofón, quedamos castigados al estudio del domingo de 4 a 6 de la tarde.
El chocolate no volvió a sabernos a conejo, aunque ese sabor, como veremos,
podría tener un origen cierto, aunque no fuera de los conejos.
Todos los días del curso llevábamos en una bolsa de
tela para almorzar un bocadillo de tortilla, a veces con trocitos fritos de
chistor, con un “termo” —no era tal, sino de plástico—
con café con leche, que en realidad era leche tiznada de café, que a veces se
agriaba. Esta bolsa, con su termo ya vacío, servía como arma en las peleas que
organizábamos en los descampados próximos a la salida del colegio. La verdad es
que yo, con el canto duro de mi resistente termo rojo, repartía unas soberanas órdigas.
La comida la hacíamos en casa y cuando regresábamos
al colegio por la tarde, llevábamos la misma bolsa con el bocadillo de la
merienda, generalmente pan con chocolate, con higos secos o con plátano
machacado con cacao y azúcar, o de natas con azúcar, o fruta y pan. Pues bien,
ese bocadillo nos lo comíamos en el recorrido y no duraba más allá de un par de
manzanas. Desde luego, éramos selectivos, porque nos comíamos la miga del pan,
que siempre era excesivo para lo que guarnecía. El resto quedaba en la bolsa
hasta llegar al colegio, donde lo depositábamos cuidadosamente en la ventanilla
de “el pan de los pobres”. «Come, come, hijo, que con el pan se
crece mucho», nos decía la abuela, y ella misma nos ponía un
palmo de barra con media onza de chocolate terroso o seis higos secos. Yo
pasaba envidieja de la merienda que llevaban mis compañeros: dos y tres onzas de
chocolate, con pan y mantequilla, con chocolatinas francesas de Nestlé, con
chorizo a reventar, jamón, mandarinas o naranjas, plátanos…
Otra cosa eran los domingos que hacíamos
merienda-cena con bocadillos de “chulas” o de chistor, pimientos verdes o rojos
“recocidos”, que eran ambrosía pura: cortábamos una punta de pan, la vaciábamos
de la miga y rellenábamos el hueco con los pimientos, como si se tratase de un
helado. Te ponías perdido y cobrabas algún pescozón, pero merecía la pena. No
creáis que la miga de pan se desechaba, no, porque yo he cenado tortillas sin
patatas, pero con miga de pan, remojada previamente en leche si estaba dura. No
era raro tampoco que batido el huevo para tortilla francesa, se estirara con
algo de leche para que cundiera más. Cenar huevos fritos eran un decir, porque
tocaba a uno y a mis padres a veces a cada dos. Se acompañaban de una o dos chulas
bien fritas, en cuya grasa se freían los huevos y, ¡ala!, a mojar pan. Las chulas
eran lonchas de blanco tocino de cerdo, de la parte que la gente de pueblo
llamaba “los tempanos”, sin carne entreverada.
El pan viejo de un día o dos, incluso de más, cortado
fino, quedaba para sopas, sopas de ajo o meras sopas de pan. Para hacer éstas
se aprovechaba el caldo de hervir las verduras adecuadas: judías verdes, pellas
y otras coles, que con aceite y unos ajos quedaban aviadas. Recuerdo aquella
historia que se contaba: «¿Madre, cuándo comeremos pan de hoy?»
—preguntaba
a su madre un rapaz. «¡Mañana, hijo, mañana»
—le
contestaba.
El pan que no falte, que no falte el pan. A casa
traían barras del día, no sé cuantas. Eran buenas, pero a los chicos se nos
saltaban los ojos por las “banderillas”, que eran como las baguettes, pero un poco más tostadas, y por el brillante y
contundente “pan sobao”. Nunca conseguimos que se comprara, nunca. Pero mira
por dónde que años después nos hicimos amigos del hijo de un panadero, que nos
invitaba a comer pan en la trastienda de la panadería, cuando salíamos del
colegio al mediodía. Claro, en casa nos esperaba una buena zurra porque no
comíamos nada y tampoco confesábamos nuestro festín para crecer mucho y bien.
No podíamos hacerlo. En la trastienda, donde se almacenaban cantidad de sacos
de harina, descubrimos cómo estaba guardada de los ratones por media docena de
gatos, que no tenían empacho alguno en mearse sobre aquéllos, como la habrían
hecho otros en la harinera. Ojos que no ven, corazón que no siente.
Papá contaba una anécdota a cuenta del pan. Era un
acto público en un pueblo, al que asistía el diputado del distrito. Invitado,
como era de rigor, por el alcalde a pronunciar unas palabras antes del
aperitivo, se quedó mirando al público y gritó: «¡que cuerten pan!». Nada
más sentencioso supo decir. Y ya que estamos en esto, también
contaba otra: el alcalde “echaba” un discurso a sus conciudadanos, que
interrumpía con una severa amenaza: «¡Julián, que te veo!».
Y seguía sus palabras interrumpidas con una nueva advertencia a Julián. Así
hasta tres veces. Y es que el tal Julián aprovechaba el mitin para atacar de buen grado y en solitario el “ambigú” que
se había preparado tras del público para después del acto.
Volvamos atrás. Al mediodía, salvo los domingos y en
vacaciones que lo hacíamos con mis padres y abuela en la mesa, nos daban de
comer nada más llegar del colegio, en la cocina. Medianas raciones de judías
verdes, con cebolla y patatas, achicorias, borrajas, lechugas de cocer y pellas
siempre con patatas; coliflor con bechamel, como los macarrones, a los que
añadían algo de queso rallado para gratinar; canelones con la ropavieja que se
hacía con la carne que sobró del cocido y bien cubiertos de bechamel; lentejas
con arroz, cocido de garbanzos huérfanos, alubia blanca, roja, negra, pinta y
hasta habas secas y de temporada con calzón y tocinillo, con patatas. Patatas a
la riojana, patatas cocidas de guarnición, patatas fritas junto a casi todo,
menos en bocadillo… Debían ser como el pan, buenas para crecer. Boniatos, otro
manjar de la posguerra, no comimos nunca, ni los probamos. Los espárragos
frescos se pelaban poco, “para no desperdiciar”, por lo que los comíamos
siempre correosos, y con el agua de hervirlos, harina y mantequilla adobaban
una sopa de espárragos deleznable. Papá solía protestar: «¡y
para esto me los regalan!»
La leche se vendía al menudo. El lechero tiraba de un
carro cargado de garrafas, desde las que servía a cada cual la cantidad que
precisaba en un recipiente al uso. Había que consumirla en el día porque no se
conservaba. Era cruda y se hervía en mi casa un par de veces, retirándose las
natas a otro recipiente. Cuando había suficiente cantidad, las natas se batían
en agua fría para hacer mantequilla. No era raro que esta leche trajera impurezas,
por lo que pronto sería sustituida por la embotellada pasteurizada, que también
tenía que consumirse en el día. En casa no nos daban mucha leche, ni queso, ni
comíamos yogures, que eran dieta para enfermos. Sólo requesón con azúcar cuando
se cortaba la leche, lo cual era frecuente porque no se conservaba en
frigoríficos, que no había, sino en fresqueras. Algunas veces la gente de la
montaña nos regalaba kaikus con
cuajadas.
De las carnes apenas me acuerdo, salvo de un
extraordinario cordero en chilindrón, aunque bastante grasiento, y de una
gallina en pepitoria que se salía de este mundo. Gallina vieja, claro,
exhausta, de las que ya no ponían huevos. Nos comíamos hasta la cresta y las
mollejas. A la carne estofada mi padre la llamaba “a la jardinera”, por
reminiscencia de las raciones bélicas. El pollo era manjar de dioses propio de
los domingos. Nunca se comió liebre ni conejo, porque a papá le recordaban
ciertas experiencias tenidas durante la guerra. En temporada gastábamos lomo de
cerdo. Capón en navidades; con la grasa del capón y almendras picadas se hacía
“sopa cana”, algo que siempre aborrecí. Aparte de esto, que era lo cotidiano, a
papá le solían regalar de muy vez en cuando sus deudos alguna pareja viva de
perdices o pichones, pollos o gallinas; una vez una enorme anguila viva, que
dio que hablar, y hasta ostras (¡la que se lió para abrirlas!). Estos regalos
en especie eran, para mi magín, dádivas a gente que, como nosotros, andaba
justa, porque nos los comíamos sin tasa en los días siguientes, haciendo
elogios de los deudos y de la calidad de los productos. A los animales solía
darles muerte mi abuela, pero cuando perdió la cabeza nadie se atrevía a
hacerlo. Yo presencié cómo un sacerdote amigo de mis padres sofocaba con sus
ungidas manos a una pareja de pichones. Tanto problema creaba la muerte de los
bichos que, en una ocasión, estando las visitas aún en casa, yo di muerte en el
lavadero a dos pollos de sendos tiros a quemarropa. ¡Pum! ¡pum! Y vinieron
hasta las visitas a ver qué había pasado y cómo el lavadero se arruinaba de
sangre durante los estertores de los bichos, que tenían la cabeza volada. Me
riñeron mucho por haberlos matado antes de que se fueran las visitas, pero todo
el mundo se alegró para sus adentros de la decisión por mí tomada, salvo la
tata, que tuvo bastante faena.
Sí me acuerdo, muy bien, de los pescados, pues acudía
al mercado de Santo Domingo para comprarlos cuando podía y me llevaba mi abuela
de la mano: congrio abierto y cerrado, bonito, merluza, pescadilla, gallos, y
besugo en alguna sonada ocasión. Ah, y el bacalao seco de los ultramarinos de
Baquedano. Entonces debían ser baratos y me impresionaban los forzudos pescaderos
cortando a mano los bonitos con unos enormes cuchillos. El congrio se comía en
casa con patatas o en sopa de pescado —con pan—
; el bonito siempre con tomate o en piperrada, exquisito; la merluza a la
romana; la pescadilla frita “colérica”, de ración; los gallos también fritos y
con limón; el besugo al horno, el bacalao a la vizcaína o en sabroso ajoarriero…
Para lo que otros dicen, apenas comimos “japuta”, pero sí muchísima pescadilla
y gallos. De lo que te servían, que era justo, no se podía repetir, porque no
había más existencias en casa. No era entonces infrecuente que el pescadero
regalara a las clientas habituales un cucurucho con angulas como obsequio de
temporada, que se las preparaban religiosamente a mis padres. Entonces no se
valoraban nada.
Todo se consumía y aprovechaba. Recuerdo a mi abuela
paterna comiéndose las cabezas de las merluzas y hasta los ojos de los besugos.
Con las tripas y la sangre de las aves se cocinaban “menudicos” y “txuri ta
beltza”. Aun con las briznas de las carnes y pescados se hacían croquetas, por
las que reñíamos los chicos. Eran de eso, bechamel con esas briznas, pasadas
por huevo y pan rallado, del que se rallaba en casa con una máquina que me
espeluznaba. Realmente las máquinas espeluznantes eran dos. Una, esta de rallar
el pan, la otra la de picar carne, que relacionaba con torturas medievales y con
las dantescas penas del infierno. Ambas eran de hierro fundido y se sujetaban a
la mesa de la cocina con un tornillo de presión. Funcionaban accionadas por
manivela. En la de picar la carne, los trozos se echaban por una tolva, que los
disponía sobre un tornillo sin fin, que a su vez los encaminaba hacia una
cuchilla que los picaba y obligaba a salir la pasta de carne por una rejilla.
La de rallar el pan tenía un funcionamiento semejante: los mendrugos se ponían
en la tolva, que los colocaba sobre un tambor dentado; al girar la manivela,
los dientes arañaban los mendrugos y los convertía en polvo sin mayor esfuerzo.
La primera hacía un ruido pastoso; la segunda seco, como si rallara huesos
viejos.
En fin, comíamos también fruta: albaricoques, peras,
manzanas, uvas garnachas, “abridores” y melocotones, melones, sandías, granadas,
naranjas y mandarinas, nísperos, pomas y hasta chirimoyas, que le gustaban
mucho a mamá. Las frutas se mostraban en la mesa bien lavadas, pero les
faltaban algunos trozos, porque se compraban “tocadicas”, es decir piezas a las
que se les había amputado el trozo que amenazaba podrirse. Eran bastante más baratas.
Aún me veo al abuelo del frutero, sentando sobre una caja de madera dedicado a
labor de recortar las piezas tocadas. ¡Eso era control sanitario! Y no nos pasó
nada. Pero todo era escaso, más bien poco. Siempre necesitábamos comer más.
Siendo niño, había una obsesión por la comida que
databa del tiempo de la posguerra inmediata. Conocí las cartillas de
racionamiento, que se guardaban en un armario de casa, aunque estaban en desuso.
Los habitantes de la zona nacional, donde yo vivía, estaban muy quejosos de las
medidas impuestas por el gobierno de Madrid sobre la distribución alimentaria,
seriamente vigilada por la Comisaría de Abastecimientos y Transportes, la CAT,
cuyos inspectores eran temidos por doquier. Lo cierto es que en la zona
nacional nunca pasaron hambre y comían
pan blanco, hasta que se hizo la paz y empezaron las penurias. En 1955 yo mismo
tuve que hacer —con siete años—
varias largas colas para poder comprar de cada vez una docena de huevos, que
entregaba a mi abuela, que me esperaba a la puerta del mercado. En aquellos
años hubo serios incidentes en el país a costa de la carestía de la vida.
Quienes vivían en los ámbitos rurales no tenían mayor
problema con los alimentos. Si acaso con el pescado. Para mí que tenían de todo
y en abundancia. Los jueves por la tarde, que teníamos fiesta en el cole, me
acercaba en bicicleta a un pueblo cercano donde vivía una tía abuela. El
esfuerzo con las cuestas merecía la pena, porque merendaba bocadillos llenos de
jamón y unos vasos de leche gorda de aquí te espero. Claro, tenían trigo y
harina, huerta, vaca, cerdos, patos y gallinas destinados al autoconsumo, porque
no podían comerciar con sus productos. Esto, en nuestro caso, tenía truco.
Nuestra casa estaba cerca de los cuarteles y hacia la
una y media de la tarde era un ir y venir de ordenanzas con tarteras apiladas
en las que transportaban el rancho del regimiento a casa de los oficiales. Eso
que se ahorraban sus familias. Dicen que, entonces, en las unidades militares
se comía mal, pero rancho abundante, incluido el pétreo chusco de pan.
Héroe nacional, fruto de la escasez, era “Carpanta”,
un personaje creado por el dibujante José María Escobar, cuyas historietas se
publicaban en la revista gráfica Pulgarcito.
Era el símbolo del hambre insatisfecha. Pintado como un vagabundo vestido de
levita y una camiseta a rayas, con un cuello duro que le tapaba una boca
inmensa, de oreja a oreja. Se tocaba con un canotier
y no soñaba más que en acallar su permanente gazuza con los más enormes y
variados alimentos.
Pollastre VII-2014 |