Al otro lado del grueso cristal está el nido del hospital maternal, que
guarda a los últimos niños aquí nacidos. Son pocos, unos blanquitos sonrosados
y los más morenitos. Todos inocentes. Unos supongo que bienvenidos para la felicidad
de sus padres, otros —a veces no puedo liberarme del pensamiento que hace
crujir mis honduras— sobrevivientes del exterminio de no ser por… Son los bebés
los seres más desvalidos de la naturaleza, pero en ellos reside el futuro del
mundo. Debieran ser nuestra esperanza. Con la mirada puesta en ellos, el
silencio umbroso del pasillo me lleva a otro pensamiento, de adviento.
La religiosidad popular se expresa como Dios la da a entender. A veces de
modo incoherente. Es el caso del despropósito piadoso que representa al niño
Enmanuel, impartiendo con su manita recién nacida su bendición a los hombres de
buena voluntad que se acercaron a él, tras ser convocados por esos angelotes
regordetes y alados con los que vestimos nuestros belenes. Y no, no pudo ser así,
porque por mucho que fuera Hijo de Dios, el recién nacido tuvo que ser un bebé
inerme, con sus arrugados dedos y quebradizas uñitas cerrados en apretados
puños, recogido en postura fetal y dormido al calor del seno materno virginal.
Habría pesado, quizá, entre 2,5 y 4 kilogramos y medido entre 35 y 45
centímetros de largo. No, un ser tan frágil no pudo bendecirnos. Otra cosa es
que los angelotes dieran voces al universo entero con la buenanueva que inició
la historia de la Redención, la que aún fecha nuestros días hasta que el
laicismo que nos corroe repare en ello y establezca una nueva datación, aprovechando
las témporas o los plenilunios. Qué sé yo.
Este año voy a poner en mi belén un nene recién nacido, a un mamoncillo como
éstos que tengo ante mí, que sólo lloran por hambre o por incomodidad, porque
no conocen el frío. Será en coherencia con las ciencias humanas y en homenaje a
los millones de bebés por el hombre exterminados. Y me sentiré bendecido por
Él.