Romero a Ujué. 1997. |
Era un amanecer frío, muy frío, con un viento racheado que afilaba el cresterío.
Llovía con intensidad. Impertérrita caminaba una larga hilera de hombrones
entunicados de negro, ceñidos con soga y cubiertos con negros verdugos de paño,
portando negras cruces, algunas floridas, y faroles. Cantaban el Rosario y las
Letanías. Se asemejaba a una estampa extraída de la España Negra preconcebida por Regoyos y Verhaeren. Arreciaba el
agua y los verdugos y el hábito estaban empapados. Algunos, los más avisados,
se habían cubierto con fantasmas, una
suerte de amplios ponchos de fino plástico que llevan capucha y se atan a la
cintura. Los más desgraciados nada traían y otros, víctimas de la modernidad,
sacaron del bolsillo pequeños paraguas telescópicos que compraron a los chinos.
Mi amigo era de éstos: extrajo el artilugio de entre sus refajos, pasó la cinta
de seguridad por la muñeca y perdió la funda; luego, costosamente, lo abrió e
inmediatamente se lo volvió el viento del revés y del derecho hasta cuatro
veces. Me miró y dijo estupefacto: «me lo
ha descojonado». Y soltó los alambres y el jirón de tela al aire mientras exclamaba resignado: «¡Llévatelo, jodé, llévatelo!!» y la siguiente racha se lo
arrebató.
Siguió a pelo, verdaderamente hundido, para saludar a la Virgen y cantar
esa Salve que no implora, sino que grita peticiones con amor.