A mí me costó un doler, aunque solo fuera por diez días. Tata Mari me
consolaba goxo-goxo diciendo que
volvería en un poco más de una semana, que total solo me veía ya de noche, a mi
vuelta del colegio, la tarde de los jueves y la mitad de la de los sábados. El
domingo a veces, porque ella salía con sus amigas. Si, pero no, decía yo sin
convencimiento. No me dijo que volvía a su casa para echar una mano en el matatxerri, la matanza del cuto (cerdo) un importante evento
familiar por entonces en Navarra.
Llegó el día en que, estando yo en el cole, tomó La Baztanesa y al mediodía llamó por teléfono la Josepha a mi madre
para decir que Maritxu había llegado bien, un poco triste pero bien, que qué
guapa y fina mujer se estaba poniendo, del todo señorita, que cuántas cosas
había aprendido en los meses que llevaba con nosotros, los ahorros, en fin… que
muchas gracias y besos y de todo.
Esto contaba mi madre y yo pensaba en las muchas barbaridades que
habíamos hecho, que si nos hubieran visto no dirían eso. Y me acordaba de los
culos rotos en los prados, en aquella enorme meta que derribamos hasta el metaziri
y nada dijimos y alguna que otra burrada con las bicis.
Mal que bien pasaron los diez días y Tata Mari avisó que volvía. Gran
jolgorio el mío, porque iría a buscarla a Baztan con Santiago. Menos mal que
fue Santiago, porque traía un cajón grande que pesaba mucho. Llegó a casa y
después de muxukeka con mi madre y
Mamá Isabel, en el office metieron
mano —y yo nariz— al cajón, que parecía lleno de musgo y con ramas de acebo por
encima.
Lo primero que salió fueron unas gruesas morcillas, después varios txistores, birica, zolomos, zinger para
chulas, costillas y cabezada de cerdo, un
par de zerrizangos, manteca y algunas cosas más ¡Me espantó descubrir entre
los papeles una oreja, el rabo y el zerrimutur, el morro!
Yo pregunté por todo aquello y me contestó mi madre que habíamos matado
medio cuto con Antton y la Joshepa.
Yo no sabía que se podía hacer, porque si lo matabas estaba muerto entero, pero
no medio muerto. Tata Mari, acariciándome la nuca, me dijo que tenía razón, que
no podía matarse solo la mitad, pero sí repartirlo a medias. Entonces, echando
mis cuentas, en el cajón faltaban un pernil y la paletilla. Era demasiada
comida para nosotros, pero Mamá Isabel debió apañar algún otro reparto. No supe
más.
Entonces me enteré qué era matar un cuto
a medias. En aquéllos tiempos, que seguían siendo duros, la gente de la ciudad
apalabraba con la del campo criar un cerdo repartiéndose los gastos de crianza
y de matarife. Llegado el momento, allá por San Martín en el santoral, se
sacrificaba el animal y se repartían su despiece según la cuenta de gastos que
se llevaba y uno se quedaba con más carne y otro con menos, pero el que vivía
en la ciudad tenía carne a un precio asegurado y los del campo ganaban un
dinero. Este negocio, porque lo era, tenía su cosa, porque entonces no se podía
traficar con alimentos y a la entrada de las ciudades controlaban en el fielato
municipal si se transportaban o no. Por eso que Santiago y yo fuéramos ingenuamente
a buscar a Tata, para no levantar sospechas, y que el cajón hasta pinchara.
Llovía bastante.
Trajo también Tata Mari unas tortas de txanchigorri y unos artopiles
hechos por ella, que me apresuré a merendar con un vaso de leche. Yo me comí
media torta, que estaba muy buena, y mi madre prefirió esperar para cenar la otra
media. Pero Mamá Isabel no les hizo mucho caso. Serían celos, sobre todo porque
Mari le dijo que le enseñaría a hacerlas. ¡A ella! La cosa empezó a torcerse
cuando Mamá Isabel dijo que Tata había traído poca manteca y mucho tocino y que
habría que preparar más de aquélla para los guisos del día a día. Mi madre
dispuso que esta operación, que era larga, sería mejor dejarla para el domingo,
porque ya era tarde.
Y amaneció el día, muy lluvioso, en que se asó la manteca. Pusieron a
fundir a fuego lento el tocino en una perola, de la que Mamá Isabel iba
retirando la manteca a una grasera o mantequera o como se llame. Tata Mari le
advirtió que no tirara los chicharrones, pues los necesitarían para hacer las
tortas. Y volvió a liarse, pero en tono mayor, porque Mamá Isabel, que era
cacereña, le dijo a Tata Mari que tortas de chicharrones ya sabía hacer ella,
que en su pueblo… Y Tata lloró, porque no quería hacerla de menos, que sólo
quería hacer txanchigorris. Yo me
chivé a mi madre, que fue a la cocina, puso orden y consoló a Tata Mari. Otra
vez muxukeka...
Cuando terminó la “fundición” del tocino era tarde y nos fuimos a Misa
mayor. Mi padre estaba indignado por el pestazo que había en toda la casa,
hasta el punto que hubo que poner a ventilar el traje que llevaba y se puso otro.
Durante la comida nos tomó el pelo preguntándonos con aire zumbón a qué hora
comenzarían las clases de “corte y confección” de las tortas, para quitarse de en
medio; hasta tal punto llegó, que mi madre se picó porque ya estaba harta de
gaitas y Tata Mari, que iba y venía, no sabía si reír o llorar. Al final le
entró una risa nerviosa y comenzó ajataka
cuando mi madre le espetó a mi padre que no entendía nada, que las clases
serían primero de confección y luego de corte.
Bueno. Dirigía Tata Mari. El horno cogiendo fuerza. Alumnos mi madre,
Mamá Isabel y yo alrededor de la mesa de
mármol de la cocina. Todos los ingredientes a mano. Tata explicó que la torta
antes se hacía sólo con manteca, pero que su madre usa mantequilla, porque si
no sale muy basta y suele sentar mal.
Los chicharrones ya estaban fríos y comenzó a picarlos muy finos con una
tijera que era un desastre porque no estaba afilada y el tornillo estaba flojo.
Entre dimes y diretes tardamos como una hora en conseguir la esperada hornada.
Yo me quemé, por echar mano a una torta y recibí un rapapolvos de todas, porque
¡niño, se comen frías!