Tata Mari y yo descubrimos en el sabai
—así le llamaban al desván— dos bicicletas llenas de polvo y de telarañas, con
algunas partes oxidadas, que bien podrían servirnos, una vez reparadas, para
nuestras excursiones de cercanías. Allí mismo las examinamos y resultó lo
siguiente:
Una de las bicis era de las llamadas de mujer, de un horrible color verde
negruzco que se veía todo gris. Tenía rota la cadena y los frenos descuajeringados.
Las ruedas eran grandes, tenían podridas las cubiertas, torcidos los
guardabarros y agujereada la red que unía los de atrás con el buje.
Francés de Aranbide |
La otra era de chico, con barra alta, de tamaño mediano y, bajo el
polvazo, de un color azul cielo en muy buen estado, salvo el manillar, un poco
picado de óxido. Por lo que luego supe, había sido de mi tío Víctor. Tenía esta
bici varias particularidades, como mi tío: las ruedas eran macizas y la goma
estaba en un estado así así, carecía de frenos y tenía piñón fijo. En cualquier
caso eran dos vehículos que convenientemente reparados podrían venirme muy bien
para mis andanzas con Tata goiti ta beiti,
por aquí y por allá.
Primero intenté convencer a mis padres de la excelencia del hallazgo y de
lo bien que nos vendrían ambos vehículos para hacer excursiones y que al llegar
antes al destino también regresaríamos antes. Silencio como respuesta.
Luego dije que arreglarlas no
valdría mucho dinero y que, además… ( y repetía el primer argumento). Silencio.
Que, total, para tenerlas en el sabai
igual daba vendérselas al chatarrero que pasaba de vez en cuando. En este punto
de mi argumentación ya no hubo silencio y preguntaron a Tata Mari cuándo pasaba
el chatarrero. Después dijeron para mi consternación que sí, que lo mejor sería
venderlas y sacar un dinero, porque las bicis estaban viejas y eran muy
peligrosas.
Yo me mordía los puños, pero felizmente encontré el argumento definitivo:
«¡Pero si vosotros estáis vivos y habéis andado en bicicleta!»
Creo que mis padres no querían hacerme rabiar, sino comprobar cómo me las
apañaba para argumentar mi deseo.
Intenté convencerles también de que a “la mía” le pusieran piñón libre y
ruedas con cámara y cubierta pero —dándo la vuelta a mi argumento anterior— me
dijeron que no, que si así había andado mi tío, también podría hacerlo yo. Pues
kitto.
La bici de Tata Mari |
Entre Tata Mari y yo bajamos las bicicletas, que pesaban una barbaridad,
porque eran de tubo de hierro, les limpiamos el polvo por encima y las llevamos
a arreglar. Poca cosa tenía la mía, que no fuera engrasar, pero para la grande
hubo que encargar cámaras, cubiertas y piezas para los frenos, que tardaron
muchísimo en llegar.
Tata iba como una princesa, aunque la bici fuera vieja, y yo hecho un pobretayu, como decía mi abuela. Además
me rompía las piernas, que tenían que servir para pedalear y para frenar. Como
las gomas macizas tenían holgura, giraban sobre la llanta y como aquél bicho no
paraba en seco, gastaba suela de sandalia para detenerlo o me caía. Si cogía
curvas, a poco pronunciadas que fuesen, se salían las gomas y me daba unos muturrekos de aquí te espero. Siempre
salía herido.
Si embargo hacía algo que maravillaba a los chicos del lugar: era capaz
de andar marcha atrás, de culo, sentado en el manillar, aunque la chulada terminara
en una galleta o un mal golpe en los güevos
con el sillín.
Con estas singulares bicis llegamos a ir hasta Lourdetxo y al colegio de Lekaroz, camino de Pamplona, y bastante
más lejos de Arizkun, camino de Otsondo. Subir las cuestas era un sufrir, pero
cuesta abajo yo me embalaba siempre que no tuviera que coger curva alguna, que
entrañaría un riesgo mortal de necesidad. A toda pastilla, soltaba los pies de
los pedales hasta que perdiera velocidad el artefacto y pudiera volver a
ponerlos. Tata Mari hacía lo mismo, faldas al aire, porque ella circulaba a la
francesa y no como esas que por sujetarse la falda llevaban solo una mano en el
manillar y ahí se las veían en las curvas, en las cuestas y para frenar.