Los días que hacía mal tiempo me quedába en casa con Tata Mari, en el
cuarto de jugar o, para desesperación de Mamá Isabel, porque era su reino, yendo
y viniendo entre la antecocina y la cocina. Esto sólo se nos permitía algunas
tardes, para refitolear, como decía mi padre.
A Mamá Isabel le gustaba que fuéramos a batir las natas para hacer
mantequilla, porque se guardaban muchas después de hervir la leche y era un
trabajo pesado y monótono para ella. Además manchábamos poco. Sin embargo, no
le hacía tanta gracia que le advirtieran a mediodía que tuviera bien atizada la
gran cocina económica, de modo que el horno estuviera a una temperatura
adecuada, porque significaba que alguien enredaría su reino y a ella misma.
Aquéllos días lluviosos, bajo la supervisión de Mamá Isabel, Tata Mari me
daba clases de repostería. Bueno, más que darme ella misma hacía prácticas, al
tiempo que evitaba que me pusiera perdido con todos los ingredientes o me
abrasara.
Mamá Isabel hacía unas pastas para el té buenísimas, y requería la ayuda
de Tata Mari para preparar las masas y luego estirarlas con el rodillo en una
mesa de mármol. Cuando terminaban me llamaban para que las recortara con
unos moldes de hojalata de distintas
formas, que hacía un francés en Pamplona. La paciente Mari no me perdía
de vista mientras recogía y estiraba de nuevo los bordes de masa para que yo
los pudiera recortar, vigilando que todo quedara presentable para ofrecerlo en
la mesa de los mayores.
Mamá Isabel era un pozo sin fondo porque de repostería sabía un poco de
todo: de la de aquí, de la francesa, de la inglesa, de la austriaca y hasta cocinaba ricos platos rusos. No era un
misterio, sino que todo tenía su explicación, apasionante para un mocito como
yo.
Me contaron mis abuelos que durante la segunda guerra mundial tuvieron
recogidos en casa cuatro niños austriacos, que llegaron expatriados de la mano
de la Iglesia católica y que, finalizado el conflicto, volvieron a Austria con
sus familias. En el caso de “los nuestros” —decían—, sin apenas perder
escolaridad y con dos idiomas aprendidos: el español escolar y el inglés que
les enseñaba mi abuela. Algunas palabras en vascuence ya aprendieron con los
amigos y las mezclaban con su alemán, el inglés y el erdera (castellano). Un divertido batiburrillo, según decían.
Para romper el hielo y las penas de estos niños Mamá Isabel les
sorprendió con pastelería de su Austria natal. Yo creo que fue mi abuela quien
se las apañó para dar con algún recetario mediando su cuñado Pepe, que entonces sufría la guerra
en Amberes, con todo el consulado lleno de judíos. Pero lo cierto es que desde
que llegaron los chicos pudieron probar cremas, buñuelos, brioches de frutas y
la tortilla imperial o del Káiser, que no era sino una crêpe gruesa y muy dulce.
Hasta aquí lo contado por mis abuelos, con estudiadas pausas y
“distracciones” para intrigarme todavía más.
Kaiserschmarrn |
Estas recetas se hicieron corrientes en casa, pero Mamá Isabel solo nos
dejaba a Tata y a mí hacer en su reino bizcochos, pastas o la tortilla imperial
en la gran sartén que usaba para freir patatas. Sylvia, amiga de mi madre, que
hablaba alemán de corrido, llamaba a esta tortilla con una palabra muy larga: Kaiserschmarrn. Era, bueno, es muy fácil de hacer.
Como la tortilla resultaba bastante dulce, lo ideal era acompañarla de
una salsita ácida de ciruelas o de albaricoque y nata montada, al estilo
austriaco.
Si terminábamos a buena hora, se hacía en casa una merienda-cena a base de Kaiserschmarrn
con chocolate a la taza y a todo el mundo se le permitía hacer zurrapas con leche fría. Es decir, una vez terminada la
jícara o la taza de chocolate, se servía en la misma leche fría como hasta la
mitad y se revolvía con una cucharilla. Las zurrapas
eran los restos del chocolate que había quedado en la taza y que no se
terminaban de disolver en la leche.
La merienda-cena tenía la ventaja para mí que no me mandaban
inmediatamente a la cama y podía participar en la tertulia de los mayores que,
las más de las veces, contaban cosas para que las oyeran mis ávidos oídos.
Kaiserschmarrn
Ingredientes:
1. 200 ml.
de leche
2. 4 ó 5
huevos, según tamaño
3. 60 g de
harina
4. 30 g de
mantequilla
5. ½
cucharadita de azúcar avainillado (lo venden en frasquitos)
6. 2
cucharadas de azúcar blanca
7. Media manzana
grande cortada finita como para sopas (Hay que tener mucho cuidado de que la
manzana no se oxide. Para evitarlo, ponerle zumo de limón)
8. 1 pizca
de sal
9. Azúcar
glass mezclado con canela en polvo para espolvorear
Elaboración:
▪ En un bol mezclar y batir bien
2/3 de la leche con las yemas, el azúcar avainillado y la sal.
▪ Añadir la harina y mezclar hasta
tener una crema suave y ponerle el resto de la leche.
▪ En otro bol, montar las claras con el
azúcar.
▪ Añadir las claras montadas al bol de
las yemas inicial e integrarlas con movimientos envolventes y no muy bruscos.
▪ Añadir las lonchitas de manzana
▪ Calentar un poco de mantequilla en
una sartén a fuego medio. Echar la mezcla, procurando que la manzana esté bien
distribuida, y esperar a que la superficie de esta especie de tortilla empiece
a burbujear. En este momento darle la vuelta con ayuda de un plato o de una
tapa.
▪ Cuando se haya cocinado por ambas
caras (¡ojo no tiene que quedar seca!) hay que cortarla en trozos de tamaño
mediano (como para comerlos luego en uno o dos mordiscos) dentro de la propia sartén
con ayuda de una espátula (no con cuchillo)
▪ Aún en el fuego, espolvorear con la
mezcla de azúcar glass y canela y dejar que se caramelicen los trozos de
pastel.
▪ Servirla en un plato, espolvorear al
gusto de cada cual con azúcar glass y canela.