Cuatro grados bajo cero en el exterior. El cielo está raso,
de un azul metálico. Alrededor de la mesa de las novedades bibliográficas me
topo con una amiga. Me dice que le cuesta vivir, que se siente incómoda, entre
irascible y perpleja, desconcertada, todo a una vez. «Nunca hubiera creído de [fulana]…Me dice que, por no discutir, prefiere no
hablar»
Se siente marciana y, añade, que no es eso lo malo, sino que cree que solo le
pasa a ella, de donde deduce que se trata de alguna patología propia.
La chica, universitaria, da el perfil, pero no la talla.
Muchas explicaderas y poca enjundia en lo dicho. Tiene lagunas como océanos.
Le digo que también participo de su desconcierto, que se que
tampoco soy el único, que no se trata de una patología, sino acaso de una
inadaptación por cambio del medio, que yo miro cada vez más a mis adentros, que
no me he replegado, sino que estoy haciendo inventario (Eugenio D’Ors decía
estar “en crisálida”). Que procuro reparar más en las verdades que me
constituyen que atender a las noticias que oigo y veo. Que he llegado a la
conclusión de que las verdades están ahí y las noticias van y vienen como si se
tratase de bandadas de estorninos de rápido y ondeado volar, que arrasan y
cagan todo.
Hablas difícil me dijo cuando me toma un poco más de
confianza. Y su afirmación me deja preocupado. Me veo gongorino, vestido de
gola y gregüescos.
¿Voy a tener que explicar cada una de mis afirmaciones para
hacerme comprender, porque no comparto los mismos elementos culturales que mis
coetáneos? ¿No existen ya los conceptos?
NOTA: Coetáneo no significa solo de mi misma edad (“quinto”,
diríamos los varones que ya hemos conocido casi de todo), sino que aun siendo
de otra generación, convivimos (ahora los del boli lo confunden con coexistir y
cohabitar, ¡que ya no es yacer ni dar por saco!), que convivimos —digo—
durante un período de tiempo determinado. Somos contemporáneos.