El Partenón |
Hoy hay tantas columnas
en los medios, que parecen palafitos. Columnas y… postes. ¿Qué digo? ¡Los
medios parecen el Partenón! Los columnistas, por lo general, cargan un montón
al respetable que, habiendo tanto deporte para ojear titulares y ladillos, pasa
olímpicamente de ellos. En ochenta líneas más o menos hacen un pedante
recorrido y no concluyen en nada. O en una chorrada. Pero escriben, juntan
letras. La estructura es como sigue: Primer párrafo, expositivo de algo que se
dice, parece que o se piensa (poco); segundo, elucubrativo al pelo de lo que
otros han dicho, especulado o cogitado; tercero, inconclusivo con una parida o
con lo que ya piensan los lectores más perspicaces. Y ¡a cobrar, que son tres
días! Hay, sobre todo en las tertulias radiotelevisadas, que son las columnas
propias del medio hertziano, “todólogos” insufribles. Así los llama la Fallaci: todólogos, porque no se
arredran ante tema alguno.
Staffor & Webb mencionan la “ilusión
profunda” (por la pura familiaridad) como la causa de que todos —columnistas
incluidos— creamos cómo funcionan unos problemas complejos de la sociedad,
cuando en realidad no tenemos ni idea de cuales son sus causas ni sus
mecanismos. De ahí que, conociendo este sesgo, «para demostrarle a alguien que no tiene razón no hay nada como dejarle
que se explique», de viva voz o con tinta.
Para ser justos hay que
reconocer que también los hay buenos e incluso hay algunos auténticos maestros,
que Pablo Molina hermana en su
envidiada Muy Noble Cofradía de la
Columna.
Una columna no tiene por qué ofrecer respuestas sino, a lo mejor, solo
solfas. Es indudable que para ser columnista hay que tener algo que decir, pero
lo que prima es el talento, el ingenio, la agilidad en el dominio de la
prosodia y no digamos ya del vocabulario. Es una fórmula magistral difícil de
establecer a priori entre el qué y el cómo se dice. Pienso, como tantos, que el
maestro ha sido Jaime Campmany, y alguno le sigue y ha
seguido los pasos.