Huyo despavorido de los hospitales, aun encontrándome en estado de
necesidad, como paciente. El calor húmedo, el olor a sudores y humores
superpuestos, a lejía y fenol…
Cuando sales de lo peor, raro es quien se acerca, te mira a los ojos y te
dice con ellos: te acompaño en tu sufrimiento, me acuerdo de ti, deseo que te
mejores y estoy a tu disposición para cuanto quieras. Quizá una mirada
acompañada con un toque en el hombro o la caricia en la enmallada mano de los
catéteres mientras se van. No se trata de preguntarte cómo estás, porque es
evidente, ni de tertuliar contigo, pues te fatiga, ni con los de alrededor,
porque siempre es inoportuno. Es solo eso, esa corta misión, que lleva cinco
minutos y llena el corazón del enfermo porque piensa que el pariente o el amigo
ha dejado todas sus obligaciones o comodidades para acercarse a decirte una
palabra de ánimo.
Estás incómodo, sondado o con los “bigotes” del oxígeno, o llega la hora
del enema e irremisiblemente te lo meten y pides luego la bacinilla o sales
convulso para donde fuere porque ya no dominas el guru-guru de las tripas o ya no da tiempo y te vas por la pata
abajo. Es un decir. Los que te rodean no se arredran, la puerta abierta, el
trajín de auxiliares, el vocerío desaforado por los pasillos como si todo el
mundo estuviera duro de oído.
Y cuando concilias un breve sueño
porque estás derrengado, llega la hora de los portazos del cambio de turno. Oyes
cómo las enfermeras se dirigen al enfermo siguiente y al siguiente y al otro y
tocas el timbre y aquí no viene nadie y cuando llegan ya estás desvelado y pides
algo que te induzca el sueño y no te lo dan porque te lo han dado antes y rezas,
cuentas ovejas o te cagas en tu vida.
La peor experiencia la tuve una gran habitación —me la adjudicaron porque
era “grande”— junto a la sala de dilatación de las parturientas. Nunca me imaginé
que pudiera oir cuanto oí: unos berridos ensordecedores acompañados de «¡¡caaabrón, qué me has hecho, caaabrón!!»,
como si ellas no hubieran colaborado activa, reiterada y gustosamente a su
preñez. Era la cosa más fina que oí, porque también blasfemaban como posesas mientras
recibían asistencia de Hermanas de la Caridad. Otras no dirían nada e imagino
que jadearían como se les enseñó o apretarían los dientes. A éstas, claro, no
les oía. En una clínica pública se mezcla todo.
Estaba yo sondado por la nariz, de donde me goteaba no sé qué líquido
orgánico y me dolía el rostro, como si me hubiesen partido la cara a
martillazos. Así lo habían hecho los médicos. De vez en cuando me metían un jeringazo antibiótico
y ¡ala, a entretenerse con la recién llegada! Entonces no estaba generalizada
la practica esa de la respiración acompasada y el empuje a la de tres,
sencillamente se berreaba. Los bebés no llorarían por los cachetes, sino de
terror.
¿Y esa visita médica, que siempre está llegando y no termina de venir? Y
luego te rodea la nube jerarquizada, los más con mirada de besugo que se
preguntan entre ellos por qué has pasado por la UCI, te han puesto bigotes y tal… Y
piensas que no se han leído los antecedentes o anamnesis o como se diga, porque
tienen el rostro de juernes o de juevincho, según donde sea, y tu quieres el
alta para el sábado… ¡Maldita sea!
Con todo esto por delante, a mis amigos enfermos apenas los visito y,
aunque me conocen, “quedo mal” con ellos. O los abrazo un momento durante su
soledad, que también se les hace larga, y estoy con ellos el rato que quieran,
pero mano a mano, las más de las veces en silencio.