Me dicen que la jubilación y el desencanto me han
llevado a sufrir el “síndrome del acabamiento”.
Se me excepciona la fe. A mi edad he descubierto que
tengo fe en abstracto y, sin embargo, sé que esta así no vale. Tengo una lucha
por implicar todas las circunstancias de mi vida entera para responder a la
llamada. ¡Y siempre así…! ¡Dios…! Tengo fe, pero sólo a ratos siento nostalgia
de Tí.
Un nuevo pensamiento me asalta ahora. Si el trabajo
siempre tiene la capacidad de ennoblecer a quien lo desempeña, yo, vacante, ¿acaso
no me estará envileciendo la chata realidad, «esa dura liquidadora de utopías, demagogias y engaños» que me
recuerda don Alejo? Se ha dicho que los apasionados son los primogénitos del
mundo. Cierto, yo no soy precisamente indiferente, pero por la fuerza de las
cosas he tenido que practicarme un downshifting
—suena mejor así— selectivo, para algunos quizá vergonzante.
Cuando intuyo que cierro capítulos me entran dudas
acerca de si algo sembré y si la semilla arraigó entre los míos, quizá también entre
otros. Tantas veces nos hemos dicho ¡qué mundo vamos a dejar a nuestros hijos!,
cuando lo más acertado sería preguntarnos acerca de qué hijos vamos a dejar al
mundo. Este es un pensamiento agustiniano. Un día encontré esta misma reflexión
felizmente formulada por el lector de una publicación en carta a su director.
Decía algo así como que nuestra vida es un viaje de ida, sin retorno; éste lo
harán nuestros hijos, a quienes debemos dejar bien marcado el camino que deben
seguir para construir algo y, también, para ser capaces de resistir y vencer los
fracasos. Entonces, cuando todo parezca perdido, será la hora de las almas
grandes.
¿Supe yo marcarles el camino? Me respondo: son de este mundo, posmodernos —se
dice así— pero no son mundanos. No se verán amilanados por el mal ambiente que
vivirán a juzgar por el que vivimos: su vida tiene ya un sentido. Han hecho su
opción. El futuro les será duro, pero también gratificante. Ni pintarán de rosa
un ataúd ni embadurnarán de alquitrán las rosas, diría quien yo me sé.
Hablo de terceros. De mis más próximos prójimos, que
me ha costado mucho descubrir, por cierto. Pero no me llena.
Nunca he podido abandonar —para mí, no para los demás—
cierto sentido retributivo, el de la buena cuenta de resultados, cuando ésta no
estaba —ni está— en mi mano, porque no existe. Esta es la parte del mundo que
más me ha poseído: el equivocado sentido utilitario, “económico”, de mi vida, en
busca de una retribución, menos material que moral: la autocomplacencia.
¿Qué hice con
los talentos que me diste, Señor? ¿Dónde los invertí? Con la semilla que recibí
¿empecé por sembrar en mí? Tentación tengo de creerme hoy un erial, pero me
parece que soy injusto: tengo zarzas entre los frutos o algunos frutos en un enorme
zarzal. Leonardo Sciascia me hace repensar lo escrito: «Cuando uno se hace viejo, se siente inevitablemente inclinado a
ensalzar el pasado: pero ello no
quita que en el pasado haya cosas objetivamente loables». ¡Qué jodido! Menos
loables también.
Y por qué no decirlo ya, también soy partidario de
actos revolucionarios, como creer en Dios, respetar la cruz y cuanto conlleva, celebrar
la Navidad, honrar padre y madre, admirar la historia, honrar la bandera…
¿Sigo? En suma, de terminar la vida sin dejar de andar, aún a trompicones como
me sucede, que hay bastante quehacer. ¿Y de proclamarlos?
—¿Y qué me dices Sancho?
—Digo que «…vuestra
merced se reporte, y vuelva en sí, y coja las riendas de Rocinante, y avive y
despierte, y muestre aquella gallardía que conviene que tengan los caballeros
andantes» (Don Quijote de la Mancha,
II cap. XI)
Postdata: Si en cuanto antecede ves, lector, un grumo
de tontería, borra la página, no vaya a ser que se te pegue. Es sabio consejo
del autor de El malvado Carabel.