A Tata Mari yo la quise con locura.
Era jovencita cuando llegó a casa. Su madre le decía Maritxu, pero en
casa la llamamos cariñosamente Tata Mari. La recuerdo de cuerpo esbelto, muy
fino pero no muy alta; sus cabellos lacios eran rubios con tendencia al
pelirrojo; ojos azules verdosos y la piel muy blanca y pecosa. Sin embargo era
un poco ruda en el hacer, aunque suave en el decir y tenía a gala ser
baztanesa. Había estado unos años con las monjas y éstas mismas la encomendaron
a mis padres como doncella, allá por los años cincuenta. “Mamá Isabel”, que
llevaba toda la vida en mi familia, le enseñó todo lo que una chica avispada
debía conocer para contraer un buen matrimonio y gobernar su casa. Y así fue,
porque pasados los años Tata Mari casó muy bien con un buen hombre ulzamarra, etxalde, con hacienda y ganado. Parió y
dio estudios a cuatro hijos, a uno de los cuales le hicieron para casa, otro
hizo votos como jesuita y las chicas casaron con compañeros de Escuela y de la
Facultad, pues hasta aquí llegaron.
Tata Mari me enseñó cómo funciona un hormiguero, a cazar cigarras y grillos
y guardarlos en jaulitas que ella fabricaba con alfileres y corchos, que
escondíamos por casa para desesperación de mis padres; me enseñó que las flores
no son flores, sino que tienen nombre y algunas apellido; el «hablar de los árboles»; a «seguir el camino de los bichitos de luz»;
las leyendas sobre Basajaun y las lamiak, las mentiras que se decían sobre las
brujas y que había un hongo que fumaban las viejas para perder la conciencia
(para chutarse diríamos hoy). Aprendí con ella a hacer fuegos pequeños en los
confines del bosque, cerca del río, limpiando el suelo de hojas y haciendo un
corro de piedras para que no se extendiera, siempre y cuando no hubiera viento
y, si se levantaba, había que apagarlo inmediatamente con agua. Y en ese fuego
sabía componer un exquisito chocolate, donde mojábamos picatostes de “Mamá
Isabel” y a veces bizcochos de soletilla.
Después de la merienda, si hacía buen tiempo en el Valle, nos sentábamos
entre las raíces de los árboles, muy muy quietos y en silencio, para ver cómo
aparecían las ardillas para dar cuenta de los restos de nuestra merienda y del
puñado de nueces que habíamos repartido por aquí y por allá para darnos el
gustazo de ver cómo se nos acercaban estos dubitativos roedores.
Un día me dijo que iba a hacerme magia, pero que no podían enterarse mis
padres. Sería un secreto entre ella y yo. A la hora en que mi madre me mandó a
la cama me puse el pijama y las zapatillas, les di los besos de buenas noches y
con Tata Mari nos escapamos al campo. Comenzaba una noche estrellada de agosto.
Había un camino empinado que desde casa conducía a la iglesia. Me dijo que en
el momento que ella dijera, las zarzamoras de un lado aparecerían poco a poco cuajadas
de minúsculas luces a las que ella habría llamado, moviendo repetidamente sus
manos de un modo especial. Y así fue. Eran luces mágicas que duraban solo un
rato grande y que si acercabas la mano a ellas se apagaban. ¿Cómo lo haces Tata? ¿Por qué los bichitos
tienen luz? ¿Por qué se apagan? Son luciérnagas en celo, me decía. Pero nunca
me dijo qué era eso del celo, ni lo entendí. Y me metí en la cama con la cabeza
ardiendo. Repetimos la excursión nocturna varias veces, hasta que nos pilló
Santiago y se acabó.
Tata Mari me contó relatos de lamiak,
pero ni la palabra, ni su aspecto con pies de gallina o de cabra, ni lo que
hacían me gustaba. Era brujerio de sorginak.
Yo estaba más por los cuentos de la tradición británica que desde muy niño me
contó mi victoriana abuela María, de modo que, a mis siete años, Tata Mari se
me representaba en mi imaginación vestida con un sutil camisón y con el pelo suelto al aire, como una ninfa
divina del bosque. Era un hada bella y buena, surgida entre las nieblas del
bosque, señora de gnomos, duendes y gigantes, conocedora de artes y leyendas,
hacedora de prodigios y bondades.
Tata Mari me enseñó a nadar como los perros en ríos de escaso caudal. Y
es que por entonces yo tenía poco calado. Años después me di cuenta que siempre
se ponía aguas abajo para “pozarme” si perdía el pie. Era una chica lista y
responsable.
Pero siempre me negué a saltar a la comba, aunque me incitaba a ello. Era
cosa de nenazas. Tampoco yo era dado al balón. Más bien a la contemplación de
cuanto veía. Mi madre decía que fui así desde que nací. Me gustaba también
escuchar las historias que contaban los mayores, fueran para niños o no.
Siempre he sido muy observador y me satisfacía cuanto llenara mi interés.
Con permiso de mis padres y transportados por Santiago, alguna vez fuimos
a Lunarekoborda, donde la Joshepa nos daba de merendar grandes cuencos de gaztanbera y aite Antton nos narraba historias apasionantes, suyas y del aitetxi Miel, que yo escuchaba con los
ojos como platos. Historias de contrabandistas y de guerra, de leales y
traidores, como el maldito Pérgola, que podía haber aniquilado en el Valle a
las tropas de Martinez Campos y se “olvidó” —¡mira por dónde! — de que habían
caído en una ratonera. «Así se perdió la
carlistada», decía adornándose con algún ¡joderrr!. También me regaló alguna
cosa de su padre: una maravillosa chapa de latón para el cinturón con un C7
entrelazado bajo corona real, que aún guardo como algo muy valioso para mí.
2. AITE
ANTTON
Aite Antton, del que vengo hablando, era un tipo muy corpulento, recogió a su madre viuda y
casó con Joshepa, una mujer menuda y callada hecha como para él. Eran padres de
Tata Mari. Tuvieron tres hijos más, todos trabajadores menos uno, que se metió
fraile capuchino. Otro, Joshemi, se hizo ebanista y medró mucho, pero el
penúltimo no era bien. Tenía un no sé qué en la cabeza que le producía ataques;
se accidentó tontamente durante uno de ellos y murió joven. Maritxu, nuestra
Mari, era la menor. Todos vivieron en Lunarekoborda, como se conoció a
Errotaborda desde que la habitaron los abuelos.
Antton era un poco rústico, de mirar desconfiado. Tenía un punto de mucha
amargura en su interior. Le venía del recuerdo de su padre —que, por cierto,
nunca la sintió—, viéndolo menoscabado pero aún harto de ideal por la Causa, la
de don Carlos, que tan bravamente defendió frente a liberales y a todos los que
luego se demostraron traidores, por aprovechateguis
de la paz.
Antton también era carlista. Aprendió la doctrina de su padre, pero era
furibundo, capaz de llevarse por delante a quien fuere, especialmente a quienes
confundieron los Fueros con esa cosa que predicó Sabino Arana antes de
arrepentirse y rectificar. Armó al requeté navarro trayendo de matute, siendo
casi un niño, pistolas belgas y su
munición. Sin embargo no se presentó voluntario e hizo la guerra del 36 —bueno,
unos pocos meses— como soldado movilizado por los nacionales. Terminada ésta,
lo volvieron a movilizar cuando los de Hitler llegaron hasta la muga. Contaba
con rabia, porque vivía de ello, que entonces los capitostes de la Falange de
Madrid «me jodieron el negocio que tenía con los alemanes».
Antton parecía un baserritarra
que trabajaba en el campo desde el amanecer, pero la borda tenía poca tierra
que labrar y un par de vacas que ordeñar. Además de éstas, a las tres cerdas y
a las gallinas las atendía la Josepha. Era una tapadera para encubrir su gau lana, el expuesto trabajo que hacía
de noche tres días a la semana para ayudarse a cambio de una buena
remuneración. La realidad es que desde niño era mugalari, buen conocedor de caminos y pasos fronterizos, y se hizo
contrabandista por necesidad, pasando pesados fardos sujetos a la frente con el
kopetako. También algo más: primero
fueron cosas de comer y también ganado, misivas y personas, que otros recogían
pasadas las mugas. Terminada la guerra fueron distintos los géneros que
requería la industrialización de España. Penó dos años en prisión por causa de
un alijo importante en el que algún patrón del estraperlo le enredó.
Antton conoció a mi padre porque le defendió junto a otros en el asunto
del alijo. Luego se trataron más. La defensa no debió ser fácil porque los
guardias, que eran nuevos, les pillaron in fraganti y hubo algún tiro. Antton
se declaró insolvente y le cayó prisión sustitutoria. Lo cierto es que al cabo
de los años amasó —o la tenía ya amasada— una importante fortuna como
comerciante de respeto e hizo una casa nueva donde compró una vieja. Su padre no lo hubiera reconocido.
3. EL
ABUELO MIGUEL
Él siempre hizo que se le llamara Miguel o el abuelo Miguel. Sólo
consentía a su mujer y nietos eso de Miel
o aitetxi Miel. Como digo, era el
abuelo de Tata Mari —Maritxu para él—, carlista castellano que vino al valle
como joven voluntario del 3º de Castilla, llegado para reforzar las tropas al
mando del brigadier Larumbe. Tras la funesta derrota de Atxuria (Peña Plata)
pasó a Francia en febrero de 1876, porque no quiso ser preso de los alfonsinos.
Derrotado en la batalla, no lo fue en la guerra en términos de honor y del
cuatrilema Dios, Patria, Fueros y Rey, incólume para él. Luego rodó de aquí
para allá, porque nada le quedaba en su Castilla natal, comprometida su
hacienda en la causa del Rey y difunta ya toda su familia. Casó con Luisa,
mujer sencilla con muchos hermanos y ninguna dote y se afincaron, casi de
prestado, medio maizterras, en Errotaborda, donde vivieron muy austeramente, xur-xur, de lo que les daba la
borda, que era poco. Tuvieron tres hijos, Antton,
Luisa y Pranzisko, porque Luisa no
pudo concebir más.
Nunca contó nada acerca de él, de su vida pasada, dando lugar a muchas
conjeturas en el Valle, porque se le veía un hombre ilustrado, aunque con manos
encallecidas. A ojos vista parecía un
sabedor natural de las constelaciones. Gustaba de explicar a los hijos y
contertulios el cómo y el por qué de estrellas y planetas, pero sobre todo
hablaba de la luna y su influencia sobre los humanos. En otros tiempos de
seguro le hubiera metido mano la Santa Inquisición, como hizo con las pobres
gentes del cercano Zugarramurdi. Decía, por ejemplo, que «Dios creó al sol y a la luna. Al primero le encomendó dar calor al ser
humano y acompañar a la fría luna, pero como no consiguió sacar a ésta de su
tristeza creó las estrellas a instancias del sol. Siempre que está muy triste
la luna —decía mirando al cielo—
recurre a las estrellas, que hacen de todo para consolarla, hasta guiños con su
luz, pero no lo logran». Algún tiempo después, en el cercano barride comenzaron a llamar en broma a la borda “Lunarekoborda”, porque un día Miguel se
refirió a las estrellas como los lunares brillantes que engalanan el cielo. Y
así se le quedó.
A Lunarekoborda subían conmilitones de Miguel que no habían podido
resolver su vida y que se empleaban como peones eventuales en trabajos de monte
o de ganadería. Alguno casó bien, pero en general no eran buenos tiempos para
ellos, a pesar de estar indultados y de que Baztan estaba cuajado de carlistas
viejos. Uno de aquéllos, que se hizo pastor y estaba siempre entre las mugas,
era el que más noticias traía de la suerte de los que en Madrid seguían llamando
facciosos o, despectivamente, “la facción”. Al atardecer de los meses de verano
y primeros de otoño formaban una tertulia en un banco de piedra adosado a la
pared de la borda y tar-tar se pasaban un porrón de vino del uno al otro, mientras
denostaban a los jefes que habían resultado traidores por vendidos al
liberalismo: aluek! Solo se libraba don Carlos, que como ellos hubo de escapar rodeado
por unos pocos leales. Sabían de su grito “¡Volveré!”, vuelto hacia España en
la frontera con Francia, y con ellos podría contar con solo tocar llamada con
el cornetín de órdenes. ¡Hasta la muerte! Cuando bajaba a Elizondo se reunía
con viejos carlistones en el atrio de la iglesia, igual que en Irurita, donde
se le sumaban algunos curas y frailes trabucaires.
Murió pronto por causa de una vieja herida en la barriga que siempre le
molestó. Los amigos le pagaron el sepelio, porque no tenía una peseta.
-- oOo --
A los pocos años de estar en casa Tata Mari marchó a casar con Bixente, a casa de éste en
Ultzama. Casó bien e hizo buen matrimonio. Se quisieron mucho, mucho, y
tuvieron cuatro hijos. De críos me tenían celos, porque cuando aparecía por su
casa a visitar a la amatxo —que yo
también le acabé diciendo así y se moría de gusto— me cubría de besos y
achuchones contra su pecho una y otra vez, mientras clamaba un ¡ayyy! interminable.
Yo era casi adolescente y apretaba también como un niño pequeño mientras la
besaba donde me dejaba.
Tanto amó, tanto trabajó por los suyos, que un día se le partió el
corazón. No había llegado a los ochenta años. Llorando le dimos tierra en un cementerio
pequeñito un frío día de diciembre, bajo una imponente nevada. Quiso quedarse
para siempre en el valle que vio nacer a sus hijos, pero bajo tierra baztanesa que pidió traer. Ama lurra.