No tengo interiorizado —ni por
supuesto explicitado— que estoy al final de la vida. Quizá porque —¡infeliz de
mí!— todavía no caigo entre la media estadística de las defunciones. Aunque
esté mi cuerpo “tocado”, toda mi vida está llena de mundo, de ruido del que no
me puedo despojar, cuando antes amaba la alegre soledad. ¿Serán —me pregunto—
los estertores de la juventud? No sufro, sin embargo, los síntomas de la
llamada “edad del pánico”: tratamientos antiedad, clínicas de reparación
estética, viajes de ensueño, ligues desproporcionados… Valen también, aunque en
menor medida, un teñido estrepitoso, un bronceado envidiable, un repeinado
gomoso, tatuajes… Ni sufro esos síntomas —digo— ni creo hallarme en el “agujero
sociológico” progresivamente despojado de principios, creencias y valores, al
tiempo que atado a los tópicos del presente. Me gusta en exceso, al tiempo que
me repele, ser de este mundo.
Me repele, y estoy enfermo de
desencanto; apenas creo ya en nada
grande, estoy de vuelta, he perdido capacidad de emoción. Y, sin embargo no ha
muerto mi alma. Tiendo la mano al futuro, la saco de esa olla podrida llena de
esas pequeñeces que Platón decía que no merecen en absoluto ser tomadas en
serio. Aún estoy en el ejercicio del ideal y, si he perdido protagonismo por la
edad, tengo a mi vera sobresalientes que terminarán dignamente la faena.
Con los años sí que he ido ganado
sensibilidad, que me permite ver y valorar aquello que presenta una belleza y
un encanto o una dimensión sutil. No me muevo entre grandes espacios, sino
entre los pequeños, que me llevarán hasta los espacios personales. Valoro más
lo concreto que lo abstracto, lo particular que lo general. Así —en lo material—
me lo expresa la fotografía. Disfruto más la identidad y los matices de lo
enfocado, y le doy el valor que en el conjunto del horizonte, a simple vista,
no aprecio. El color es la geografía de nuestra alma, dijo el gran pintor. Encuadro
con la mirada un árbol y me extasío viendo de cerca los musgos que recubren su
cara norte. Quizá me compre un microscopio, como el que tuve en mi adolescencia, que me acerque más a la naturaleza para descubrir aquéllos y clasificar miles
de bellísimos granos de polen. Pero me separará del hombre, porque el hombre
concreto tiene una dimensión macro: la de su mundo vital.