Cuanto
menos tengo más me confieso partidario de la natural sostenibilidad: no
estropear, reponer de inmediato... «Mil árboles que crecen hacen menos
ruido que un árbol que se derrumba», dicen los delicados japoneses. Amo el
verdor y me duele la tala de mis altísimos abetos blancos, los robles
señoriales, las hayas de respeto, los retorcidos olivos de mis bosques y
olivares. Me duele como una amputación. Diez por uno era la regla en el pueblo
donde tantos años veraneé. Quien necesitaba talar un árbol del bosque se veía
obligado a plantar diez de la misma especie, donde el montero le dijera. Me
duelen los míos de Orgi, de Irati, de Leitzalarrea, de Arróniz… porque están
cerca, porque son míos, porque sólo se posee la tierra donde se permanece.
Pero la Tierra entera también es mía, por eso me duele la
sobreexplotación de las selvas africanas, amazónicas... Antes, las empresas —y cualquiera— debían
aportar bien común. Ahora les basta con sacar pasta.