Por casa de mis abuelos en Baztan, solían pasar unos
días de verano dos tíos solteros que eran treintañeros. Mi tío Víctor y su
hermana, que ya era neskazarra. Ambos
tenían la particularidad de tararear a toda hora. De vez en cuando mi tío, que
era un bocanegra, entre pitillo y pitillo repetía algunos sonidos en distintos
tonos y sacaba del bolsillo de la chaqueta un cuaderno con rayas y apuntaba
unas patas de mosca. Me explicó que —«¡esto es música, chaval!»— los renglones
de cinco rayas de la libreta eran un pentagrama, sobre el que apuntaba su
inspiración, que me solfearía cuando tuviera algo compuesto. Yo sospechaba de
él, porque en Pamplona “solfear” siempre fue repartir bofetadas y él tenía conmigo
la mano ligera. Como si yo fuese el weepingboy
que tenían a su servicio los señores feudales sajones, a quien atizaban un
sopapo cuando algo les iba mal, descargando en él su mal humor. Pero me
equivoqué porque, con la libreta en la mano, un día después de comer, nos hizo
gorgoritos sin letra en una interminable sesión. Tata Mari se partía de risa,
viendo los morritos con bigotillo que
ponía el cantor, y a los demás sufrir. Decían que componía muy buenas cosas.
La tía tarareaba porque así se acompañaba en sus
viajes por Babia. Era simple como el mecanismo de un chupete. No había vez que
no pisara una o dos behikakas y tuviera que comprar otras alpargatas; según
ella, pisar una plasta de vaca daba suerte. En el bolso llevaba una libretilla
de tapas de hule, en la que apuntaba chistes numerados. No se acordaba nunca
qué era lo que había apuntado y los destripaba al contar; eran simplezas, chistes
marrones o inconveniencias que hacían a mi victoriana abuela exclamar: shocking! shocking! shutup! Contó una vez un chiste que nadie me quiso
explicar, pero que años después pude entender: «—¿A que no sabéis por qué está
inclinada la torre de Pisa? —Pues por un fallo geológico, dijeron los
presentes. —Pues no. No, sino porque se le subió una hormiga ¡y se corrió el
hormigón!» . Mi abuela organizó el gran follón y la echó de la terraza.
Como mi tía era muy de visitar conventos, también
apuntaba recetas de platos y postres que luego cocinaba Mamá Isabel mientras
mascullaba: «¡estará rico, pero es cocina de pobres!». Y la verdad es que eran
cosas ricas. Yo me reía mucho con unas galletillas que llamaban “pedos de
monja”, que un día oí a Mamá Isabel que le decía a Tata Mari que en todas
partes se conocían como “tetillas de novicia”. Pues más risa aún.
A mí me gustaban mucho —y me gustan— las “chuletas de
huerta”, que hacían en los conventos con las pencas de las acelgas o con
calabacín cortado en rodajas. Las ruedas se ponen en un adobo, se pasan por
harina y huevo y se fríen así rebozadas. Están de gloria. No os digo si se
emplea esa cosa que se vende ahora, que no recuerdo cómo se llama, que sirve
para rebozar. Quedan geniales como guarnición de una carne o robándoselas a
Mamá Isabel conforme las freía. Años después conocí que esta “pobretería”, como
decía mi abuela, se convirtió en plato de alta cocina —y factura—, pues los chefs inventaron mil formas de
preparación: al horno, rellenas de una cosa u otra, en salsa…