Moro no era un txakur
cualquiera. Era un señor perro, un precioso setter Gordon, que el padre de Tata
Mari usaba para cazar pluma y pelo. Era despierto, siempre alerta, alegre,
afectuoso, de buen comportamiento, muy apegado a su amo Antton, desconfiado con
los extraños, defensor de Lunaresborda y, sobre todo, ¡no dejaba que los
guardias se le acercasen! Me contaron por qué le llamaron así, pero hace tantos
años que ya no me acuerdo.
El Moro iba para viejo, pero seguía siendo servicial
con la casa que de cachorro lo adoptó. Conocía y correteaba por trochas y
veredas. Y donde no las había se las inventaba, pero siempre sabía dónde iba. Hacía
gau lanak con Antton y le suponía
gran ayuda, porque de noche no se le veía y venteaba a los guardias a
distancia. Entonces hacía la muestra, gruñía un poco para advertirle y se
acuclillaba a un lado para que, pasara lo que pasase, no descubrir al amo.
Luego, si no le llamaba, al cabo de un buen rato trotaba como sin rumbo fijo
para despistar, hasta aparecer horas después en Lunaresborda. Era imposible
seguirlo.
Sabía donde paraba Tata Mari y no era raro verlo
aparecer por casa para acompañarnos en nuestras correrías, después de dar buena
cuenta de sobras de los desayunos. Mamá Isabel casi siempre solía guardar algo goloso
para él. Si salíamos al campo lo mejor era dejarse aconsejar, seguir al perro,
pues según te notara de fuerzas daba una vuelta grande o pequeña. En el río
disfrutaba muchísimo si le tirabas unos palos al agua, y hacía levantar el
vuelo a toda clase de pájaros. Cuando ya no te quedaba resuello bastaba
ordenarle «Moro, etxera. Fite…!» y alcorzaba
siempre hasta la mía, ¡claro, la del más débil! Luego Tata Mari lo mandaba a Lunaresborda.
Cuando se puso de moda en Francia eso de los piensos
para perros, al Moro nunca hubo forma de hacérselos comer. Prefería pan viejo
mojado en un poco de sopa y sobras del puchero, pero sin mezclar. Un día descubrimos
que le gustaba la coliflor con bechamel, porque en un descuido de Tata Mari casi
se comió una fuente de ella. Mari se apuró muchísimo al decirlo en la mesa,
mientras todos reíamos al oír los «¡coño con el perro!» de Mamá Isabel en la
cocina. También le gustaba robar las croquetas, aunque estuvieran sin freír. El
Moro no hacía ascos a nada comestible, pero traía a la mano las piezas de caza
sin morder.
Me contó Tata Mari que en el matatxerri el Moro se ponía a un lado, un poco lejos, sin molestar,
esperando que durante el despiece le echasen la “madriguera” de las cerdas, que
se las comía aún palpitantes, sobre la marcha, dejando algo para los gatos. ¡Aj,
zerrikaka! Me impresionó mucho.
Publicado en http://lovelybaztan.com/2015/04/08/el-moro/