Un día Tata Mari me dio una torta seca por mirarle
bajo las faldas: «—¡Toma, para que te enteres!»
Y me dejó sin habla. No lloré, pero me picó la cara un buen rato. Luego
me dijo que la torta me la había dado por la malicia de mirar. «—¡Eso no está
bien y si lo haces de nuevo me marcharé de casa!». No dijo “tu casa” sino “de
casa”. Me dejó aterrado. Le había visto un montón de veces los muslos, incluso
le había ayudado a curarlos… No entendí nada, p ero al día siguiente le pedí
perdón y nos abrazamos.
Y claro que se los había visto andando en bici y
rompiéndonos los culos en los prados más empinados y largos, por los que nos
tirábamos sentados sobre un saco, agarrados a las esquinas que nos quedaban en
la entrepierna. Volábamos y se calentaban las nalgas, pero nada más. El día que
chocamos con la metaziri y la
derribamos Tata Mari se hizo daño. Perdió el saco y terminó de bajar sobre la
falda, que se le rompió por atrás y se le subió hasta la cintura. Se hizo unos
raspones largos desde la corva hasta los culos, casi. Estaban en carne viva, no
le sangraban pero le dolían mucho y tenían hierbajos clavados.
Tata Mari —y yo mismo— tenía dos problemas: el
primero, que con el vestido roto no podía entrar en casa sin dar explicaciones
a Mamá Isabel y luego a mis padres, que le reprenderían por irresponsable y,
además, por romper el vestido, aunque solo fuera una batita de piqué. El
segundo, que tenía que curar los raspones y no se los podía enseñar a nadie por
la misma razón. Entonces se me ocurrió una idea que le pareció brillante: nos
acercaríamos a casa, ella se sentaría en el pretil de la carretera a esperar
que yo, sin dejarme ver mucho, entrara en su habitación para coger del armario
una chaquetilla azul y volver donde ella estaba. Se la ataría con las mangas a
la cintura y así taparía el roto y las lesiones. Pero al volver Mamá Isabel
salió a nuestro paso para preguntarnos cómo es que regresábamos tan pronto a
casa y, a Mari, si es que hacía frío en julio. No mostró más interés y Tata se
fue a cambiar de vestido. Creo que Mamá Isabel se olió alguna trastada.
Al rato oí voces de Tata, que me llamaba con la
puerta del baño entreabierta. Había que curar la herida y no había nada allí. Por
haber padecido semejantes heridas, yo sabía cómo hacerlo, pero el botiquín
estaba en el cuarto de mis padres. Sigilosamente me traje la tintura de
mertiolato, pomada de belladona, una lata de gasas y el esparadrapo. Le tuve
que ayudar con la varilla de cristal que tenía el mertiolato, mientras le
saltaban las lágrimas por la quemazón que producía sobre la carne viva, como la
del yodo. Luego, cuando se secó, le ayudé también a extender la pomada de
belladona, que le alivió mucho el dolor, y también a poner dos apósitos de gasa
en los raspones más profundos. El siguiente problema fue que, como la pomada
era de un color marrón muy oscuro, para no manchar la falda tuvo que estar el
resto del día de pié. Se fue pronto a la cama alegando que no se encontraba bien.
Las curas las repetimos unos días, pero solo con belladona, y conseguimos que
los raspones no se infectaran y que las faldas no se mancharan.
Fijaos si sabría yo de piernas
y muslos. Pero hoy pienso que Tata Mari me clavó acertadamente el zartako.