Mamá Isabel sabía que Tata Mari era alguien especial.
Que no solo era la protegida, sino encomendada a mis padres y por tanto también
a ella. Tenían sus pequeños rifirrafes pero se querían.
Estaba yo un día desayunando en la antecocina cuando
le oí recriminar a Tata: que ni se le ocurriera hacer requiebros al Juanito, un
mutilzar que siempre andaba zikirri- zakarra como si justo pasara
por allá, que ya se había informado, que era un zampatortas que nada tenía que
ofrecerle, que por algo estaba soltero, que alguna vez le habían visto moskorra llevando un buen músico, que
ella tenía que aspirar a mucho más, que era una señorita, que tenía mucha vida
por delante y mundo por ver, que se lo decía ella que tenía experiencia...
Tata, abrumada, le contestó cuando pudo que ya se había dado cuenta y que no le
gustaba nada, que el Juanito era un zokoten
entrometido y que ya le había dicho su padre que tuviera prevención de los
mozos viejos… Bueno, que estuviera tranquila y que gracias.
Había otro, un txikito
que venía —como decía mi padre— de vistillas, a echar un ojo con pretendido
disimulo. Iba y venía del campo con su carreta pasando por delante de casa,
donde siempre tenía que parar para apretar el yugo y nos dejaba una horrible
peste a fiemo y cuatro o seis behikakas
de los bueyes que a mi madre le ponían del hígado, porque si no se recogían
alguna —por su hermana— siempre metía el pié y venían pájaros y enjambres de
moscas a picotear. ¡Ah, y mandoulis!, que mordían y nos hacían habones. Este
txikito caganidos tampoco tenía
opción alguna, porque en casa todo el mundo le ponía a parir y mi tío Víctor
decía que era un mamón. Ser un mamón era para mi tío la actividad más
despreciable que podía ejercer el ser humano.
Como Tata Mari era bonita, sí que tuvo que aguantar
silbidos y piropos desgraciados de chortas,
o sea soldados de recluta, y peones de andamio. Pero yo ni le conocí
requiebros, como decía Mamá Isabel, ni otra cosa. Ella iba a lo suyo, que por
el momento era aprender a desenvolverse y atenderme. Sabía plantar cara y
defenderse. Fue en Pamplona, delante de la Heladería Italiana, cuando una tarde
un chorta que pasaba en un grupo me
preguntó, para que lo oyera Tata, si yo solo me atrevía con ella. Tata Mari lo
miró de abajo arriba y le lanzó con un desprecio señorial: «¡idiota!» El chorta no dijo ni palabra ni tampoco sus
compañeros. Desaparecieron.