La de anoche fue una noche de insomnio y de olmos. Hacia el mediodía una
bonita joven me preguntó acerca del Bosquecillo: no entendía por qué se llamaba
bosquecillo a una tan escueta extensión de arbolado ciudadano en las traseras
de un gran hotel, como relegada a ser adorno de la entrada de servicio. Y le
conté cómo todo no siempre fue como lo ve, porque antes de un hotel yo conocí
un bosquete prieto de olmos de gran porte que medio escondían un gran palomar y
bordeaban el estanque donde los patos hacían cuá-cuá a cualquier niño que
llevara un trocito de pan en la mano. Al mediodía de los domingos, frescos bajo
su sombra, los ciudadanos se solazaban escuchando a la afamada banda municipal,
que se arrancaba con piezas del romanticismo austriaco o con pasodobles que
nadie bailaba, porque no se trataba de eso, sino de disfrutar de la música y
leer el periódico con atención. Hasta las damas y caballeros más circunspectos
terminaban la mañana tomando un vermut con olivas en las mesas de tijera o
sobre el mismísimo cinc de “El Alemán”.
El bosquecillo ya no es tal. Un día los empleados municipales lo
fumigaron con una pócima pestilente, repitieron al poco y talaron todos los
olmos después. Tenían grafiosis y nadie sabía qué era tal, acaso una peste
arbórea muy contagiosa que dejó un paisaje desolador de sanguinolentos tocones.
Luego, aún palpitantes las vetas, con palancas, hachas y grúas los arrancaron
con esfuerzos sobrehumanos, hasta dejar arrasado el suelo antes cuajado de
hojas y flores. Porque los olmos daban flores, sí querida.
Los munícipes salieron bien del mal paso, porque inmediatamente trasplantaron
plátanos de Indias pero, de paso, dejaron que se hiciera el hotel. Vuelan hoy palomas
maltrechas, pero no tienen palomar; tampoco hay estanque, ni patos, ni las ocas
que los sustituyeron un día, porque se los cenaron unos gamberros. La banda no
toca; ya ni va. No hay flores por las copas, sino pilongas en sazón que un buen
susto te pueden dar. Falleció un mal día el alemán y echaron el cierre. Hoy, de
aquél entonces que refiero sólo quedan los urinarios públicos, edificio de
estilo que tiene mérito para quien diseñó sus planos y para quien se alivia al
pasar.
Lástima que entonces no se hubiera llegado a la perfección biotecnológica
de hoy, porque con nuestros viejos olmos antes que fumigarlos nos podrían haber
hecho otros de encargo. Según leo estupefacto resulta que, enredando en el
laboratorio, los tecnólogos de la empresa Glowing Plant secuenciaron el ADN de
una luciérnaga y el de una planta para crear un nuevo ADN que, introducido en
un olmo, da como resultado un árbol que produce luminiscencia.
De haber sido ahora quizá nuestro olmedo hubiera sobrevivido y, con la
conciencia ecológica que hoy gastamos, no tendríamos hotel, sino sombra
luminiscente y galopes austríacos con las olivas y el vermut del alemán
redivivo.