Quienes de niños y no tan niños
estudiamos Geografía a fondo, que incluía tanto la física como la política de
España, de Europa y del resto del mundo, solemos hacer gala de nuestra memoria
enunciando los ríos de Asia, los volcanes de Hispanoamérica, los lagos, los
estrechos… Aun hoy, en un mapa mudo pongo el dedo sin dudar sobre el río Yangtsé,
los volcanes Popocateptl y Cotopaxi, o el estrecho Skagerrak en la península de
Jutlandia… También en la cordillera Penibética.
Los límites fronterizos siempre nos han
sido familiares porque, como también estudiamos Historia, sabemos cómo
evolucionaron a lo largo de ésta los Imperios. Sin embargo, la llamada “aceleración”
histórica, la sucesión de acontecimientos con inusual rapidez, ha modificado la
geografía política de manera hasta sorprendente. Comenzando por el proceso de
descolonización que, en general, pudo darse por finalizado en los años 60 del
siglo pasado, dando lugar a la aparición de nuevos estados, la secesión de
territorios de éstos, el cambio de nombre de algunos de ellos, la
desintegración de otros o el “estallido” de la gran madre Rusia… Más
recientemente la problemática entre los estados que llamamos “árabes” de la
ahora cercanísima orilla sur del Mare Nostrum.
Mi difunta madre (q.D.g.) aún me aficionó
más a esta ciencia y a la Astronomía a ojo limpio, pues nunca dispuso de un
mísero telescopio, pero sí de una buena colección —aunque antigua y monocolor— de
mapas de constelaciones, planetas y estrellas, que yo mismo la engrandecí —cuando
tuve posibles— con nuevos y carísimos atlas en color. A falta de referencias,
ella me enseñó, usando mi espalda como pizarra, a descubrir siendo niño la
ubicación de los astros en la noche estrellada según las estaciones. Siendo
nonagenaria, para ella fue un algo mágico poderse acercar al cosmos desde la
pequeña pantalla de una computadora; brujería era el uso de mi iPad. Con la
tableta entre nosotros, me preguntaba sobre tal o cual constelación y la
ubicábamos en el firmamento. Así descubrió el sistema escondido en el ignoto
Alfa Centauri y se acercó a las Casiopeas, siempre por ella mentadas y no sé
por qué.
El enunciado planetario de mamá se quedó
en Plutón. Mucho se indignó cuando meses antes de su muerte al “enano” planeta lo descalificaron como tal los del Smithsonian,
para luego reponerlo: «Como siempre ha
sido; no tenían ningún por qué». Pero Plutón ya no era el último, ni
tampoco el sistema solar. Todo había “crecido” según disponíamos de nuevas
tecnologías para la investigación y de los resultados de las misiones
planetarias.
Una tarde de plomo y frías humedades
repasamos con lápiz rojo en un buen atlas de gran formato las nuevas fronteras
europeas. Sus posteriores comentarios me llevaron a tiempos anteriores al
Imperio austro-húngaro. Me hizo sacar su Atlas Salinas, más viejo aún, donde
figuraba la evolución de Europa hasta el magnicidio de Sarajevo. Ella fue la
que entonces tomó la palabra y hablando hablando terminamos conversando sobre
las grandes avenidas vienesas y el urbanismo de Haussmann en París, que también
fue cosa política. Ya era noche cerrada cuando nos avisaron para cenar.
Hoy le brindo mi recuerdo, cuando desde
la Biblioteca Británica me anuncian la apertura en los próximos días de una
magna exposición de mapas del pasado siglo bajo el matizado título Maps and the 20th Century: Drawing the Line.
La exposición no es de dibujos, sino sobre la nueva luz que arrojan los mapas
sobre los eventos acaecidos a lo largo del siglo XX antes de la revolución
digital. «Descubre cómo los mapas han
hecho el mundo en el que vivimos», cuando en nuestros días es imposible
siquiera imaginar que podemos desaparecer del mapa, como antes se decía.
Me gustaría volver a ser muchacho y, de
la mano de mi madre, recorrer detenidamente las salas de la Biblioteca
escuchando su decir.