En
México, también en otras partes, se comprueba aquello de que la muerte es
siempre una mala noticia, pero los aniversarios, sin embargo, parecen todo lo
contrario: los muertos no son olvidados, quizá porque el hueco que ha dejado su
ausencia revela lo importante que fue el gozo de su presencia y compañía. Son
quienes enseñaron algo en la vida. Son buena parte de la historia de cada cual.
Su muerte cerró capítulos de la vida, que ahora se evocan.
En la
ciudad no se es plenamente consciente de la muerte. Es en
el campo donde se ve realmente el ciclo de la vida. La naturaleza, creación
perfecta, nos prepara con los años para la muerte. De aquí la idea de que lo
que uno aprende en la vida es —entre otras cosas— a morir, aunque «cuando la experiencia acumulada puede servirnos,
suele ser tarde», escribía Horacio
Vázquez Rial.
En un
artículo sobre Woody Allen, Bryan
Appleyard decía de muchos estadounidenses que es probable que piensen que
la muerte no es obligatoria y que conseguir la vida eterna sólo depende de una
buena mezcla de píldoras y comida.
«Vivir como si la vida no fuese un proceso
con final no solo es un error, sino que puede hacer daño a otros», advertía Vázquez Rial. Pero la
gente vive mayoritariamente así porque la muerte le da miedo, aunque «tenerle demasiado miedo a la muerte hace
que pierdas la vida», insinuaba Richard Ford.
Da
miedo la muerte, el dolor físico y la miseria derivada del dolor, la vida
inconsciente, la dependencia de personas o aparatos, la inmovilidad, el no
valerse y el hacer la vida imposible a los demás. Pero nuestro miedo real es
también al balance que hacemos de nuestra existencia. Bonnie Ware, enfermera y escritora australiana que pasó varios años
de su vida cuidando enfermos terminales, relata que los deseos y
arrepentimientos más comunes que las personas tenían en el momento de su muerte
eran: ¡«ojalá hubiera tenido el coraje de
vivir una vida fiel a mí mismo, no la vida que otros esperaban de mí»!; ¡«ojalá
no hubiera trabajado tan duro» apartándome de la familia!; ¡«ojalá hubiera
tenido el coraje de expresar mis sentimientos»!; ¡«me hubiera gustado haber
estado en contacto con mis amigos»!; ¡«me hubiera gustado permitirme a mí mismo
ser más feliz». En este mismo sentido, Eli
Broad, multimillonario y filántropo norteamericano, nos ha descubierto su
testamento en vida: «quien muere con
riqueza muere con vergüenza».
Dice Donna Léon sentir ante la muerte no
solo temor, sino también vergüenza «por haber mostrado su rostro en nuestras
vidas; vergüenza ante la muerte por habernos recordado que acechaba fuera y nos
esperaba».
Danza Macabra, fresco gótico en la iglesia de la Sma. Trinidad, Hrastovlje, Eslovenia |
Vergüenza
y miedo también al después de muertos, porque aunque solo se muera una vez, la
imagen de la Muerte es fea, repulsiva, tenebrosa, macabra. Así que la hayamos
retirado no ya de nuestro hablar, sino hasta de nuestro pensamiento. Desde
siglos pasados hicimos del hombre un demiurgo, pero lo cierto es que hoy vivimos
una autosuficiencia fatua. Sabemos de nuestras limitaciones y neuróticas
frustraciones empastilladas. Somos, además, progresivamente conscientes de que
el tiempo no es igual para todo el mundo y que la vida termina en una lección
de desengaño. Como decía don Quijote de la Mancha moribundo en su lecho, cuando
recobra la razón: «en los nidos de antaño
no hay pájaros hogaño».
Los que dicen haber “vuelto” después del “éxitus”,
relatan la experiencia de un túnel con final luminoso, pero —ante nuestras preguntas
morbosas— nadie responde qué hay realmente Más Allá. Mostramos interés en
saberlo, pero también temor —¿o es terror?— a dar el paso por lo que pudiéramos
encontrar, cuando paradójicamente en nuestra vida terrenal si hay algo que
precisamente da esplendor a cuanto existe es —lo decía Chesterton— la ilusión de encontrar algo a la vuelta de la esquina.
Como
seres inteligentes que somos, dotados de un espíritu que nadie osa negar, se
nos plantea la cuestión de si éste será también putrescible, si acabará en la
Nada. Una duda que plantea con tino el aforismo hindú: «no somos seres humanos con experiencias espirituales, sino seres
espirituales con experiencias humanas». Wole Soyinka también se refiere a esa dimensión al decir que lo
importante en cualquier arte es el crecimiento espiritual que produce, «que abre los horizontes de la muerte»,
al Más Allá.
Morir o
dormir en paz ¿nos librará de nuestro gemebundo sufrir en esta vida de dolores,
pesadumbres y desprecios? La duda ante el Más Allá será la que nos obligue a
soportarlos. Tal y como en la tragedia de Hamlet.
Pero como hoy no nos gustan las respuestas, tras enterrar las verdades,
seguiremos viviendo de las apariencias y declararemos esfumada la Muerte, el
Más Allá y hasta el mismísimo Dios. La Vida ya no será drama, sino un sueño
suicida a la vez que un infierno sin otra perspectiva que la aniquilación final,
como en los “juegos de guerra” al uso entre mayores y pequeños. «¡Hoy estoy harta
de querer morir!»,
exclamaba Christine Spengler, reportera de guerra.
Decía
de sí mismo Agustín de Hipona que «la muerte no es el final. La muerte no es
nada, solo he pasado a la habitación de al lado. Yo soy yo, vosotros sois
vosotros. Lo que somos uno para los otros seguimos siéndolo. Dadme el nombre
que siempre me habéis dado. Hablad de mí como siempre lo habéis hecho. No uséis
un tono diferente. No toméis un aire solemne y triste. Seguid riendo de lo que
nos hacía reír juntos. Rezad, sonreíd, pensad en mí».