Cuando, “para regalar a sus amigos”,
editó en 1982 sus Memorias de un
voluntario en Radio Requeté de Campaña(1),
escribía que jugaba con ciertas ventajas para convocarla, pues «nuestra Sección, de 40 a 50 hombres, con
una independencia de actuación notable, y una formación casi civil (y no uso la
palabra como peyorativo a la palabra contraria, “militar”), constituida toda
por voluntarios, fue en aquellos años de guerra, y sigue siendo en los cuarenta
y cuatro “de después” (de 1975 a hoy sólo podrá hablarse de una paz relativa en
España) un ejemplo tal vez único.
»Hemos hecho bueno el
primer cuarteto del soneto que dice:
“Los amigos se ganan en la guerra,
amigos de verdad, que nunca ‘reblan’;
son como las semillas que se siembran
y dan ciento por uno en buena tierra”.»
Y se remitía a las pruebas, que citaba,
de todas y cada una de las reuniones: año, lugar, asistentes, circunstancias
dignas de mención… Como buen notario, Javier levantaba acta, que luego
distribuía, junto con la “foto de familia”, entre todos los que habían estado
presentes en aquélla. Desde el año 1939, año de la Victoria, y hasta 1981
habían celebrado 43 reuniones, sin que hubiera año en que no se hubieran
reunido al calor de la amistad, de los recuerdos y nostalgias compartidos.
Observaba que los años no habían hecho mella en la amistad, antes bien ésta se
había hecho más profunda, pues «no la
basamos en los recuerdos, sino en la mutua estima y ayuda. Pues es amigo quien
en las prosperidades acude siendo llamado, y en las calamidades sin serlo.»
Al cerrar el “limpio” de sus Memorias el 15 de octubre de 1981,
festividad de Santa Teresa de Jesús, dejaba la 44ª Reunión entre interrogantes, «pues ¿quién puede prever si celebraremos todos los cuarenta y
cuatro años de amistad […]? La “orden”, o “la tabla”, no manda “palmar”, sino celebrar la reunión
en el mes de Mayo, en Eguaras [su casa en el Valle de Atez, cabe Pamplona], y repartir allí este libro entre los
asistentes; y que su “hacedor” —el del
libro— y José Mari Lizarralde,
celebren su “veteranía constante”, sus cuarenta y cuatro años de asistencia —“¡sin faltas!”, dice José Mari— a las reuniones de hermandad.
»Por eso, mientras
escribo estas líneas últimas, rezo para que todos lleguemos a la celebración […]
»¡Animo, amigos!
Recordemos juntos el final de aquel Romance de los muertos en el campo:
»”¡Y cómo iguala la muerte
los rojos y los azules!
¡Qué amor de sol los acerca!
¡Qué paz de tierra los une!
Nadie es nada. Todos son
sílabas que se resumen
en un romance sin nombre
y en un olvido sin cruces.
Pero Dios sabe los nombres
y los separa en las nubes.”
»¡Dios sabe más! ¡Dios
sabe los nombres!
»Esperemos, amigos,
esperemos; pues el valor espera, mientras que el miedo va a buscar. Esperemos.
»Cuando todo parece
perdido es la hora de las almas grandes.»
Pero no fue así, como dudaba. No solo
llegaron a la 44ª reunión, sino que se cumplieron 75ª, llegaron hasta la
septuagésima quinta, que es difícil hasta de decir. Se trata de algo raro,
inaudito, insólito, único —según
creemos— en la historia de las unidades del Ejército español: «que los supervivientes de una Sección de una Compañía […] conmemoren juntos
(“Todos juntos en unión”, como se canta en el “Oriamendi”) una guerra que
comenzaron como soldados —voluntarios
o no, que de todo hubo— y
terminaron como amigos. […] A lo largo de tres años de guerra, fueron catalizándose las diversas
ideologías. Tradicionalistas, carlistas de pura cepa y dinastía, falangistas,
monárquicos alfonsinos, cedistas, republicanos e, incluso, “gudaris” de los que
se nos enfrentaron en las campañas de Guipúzcoa y Vizcaya, todos —sin ser los últimos los menos ardorosos en la defensa del ideal
que nos unió—
coincidimos, mantuvimos en alto, y con él triunfamos, el “por Dios y por
España”. Las motivaciones de “fueros” y “rey”, aunque importaron, pesaron mucho
menos que aquel alto, simple, desnudo ideal por el que tantos murieron bajo el
fuego.»
No les unió la juventud, añade, aunque
este fuera el elemento aglutinador. «Nos unió […] sólo el ideal. Con éste
acudió, se estrechó y permanece la amistad. Sí, un ideal. Aquél “que defendió
la fe y la civilización cristiana y supo resistir el empuje de los que,
engañados con lo que creían un ideal humanitario de exaltación del humilde, en
realidad no luchaban sino en provecho del ateísmo”. Entonces intuíamos las
palabras definitorias de Pío XII, hoy sabemos su verdad. Como sabemos la verdad
de una amistad —obras son
amores— que sin aquél ideal
sería vana.»(2)
Al presentar las Memorias de Nagore en sociedad —podríamos decir— Rafael
Gambra dejó bien escrito que, «sin
embargo, y pese a la siniestra imagen que hoy se ha difundido de guerra —de
toda guerra y de nuestra “guerra civil” en particular— aquella lucha fue, sobre
todo en los frentes nacionales, alegre. Porque la alegría es compañera
inseparable de la fe y de la esperanza, como la tristeza y el desaliento son de
la falta de fe y de la desesperanza. En medio de tantos horrores y penalidades,
los combatientes cantaban, se ofrecían voluntarios unánimemente para las
empresas más arriesgadas, y jamás dudaron del triunfo ni de la santidad de su
causa.»(3)
Y si la Victoria sobre las huestes rojas
fue proclamada en abril, el 12 de octubre tuvieron ya la primera reunión, en la
festividad de la Virgen del Pilar, patrona de las Españas.
Afirma Javier Nagore que la repetición de
datos, tan parecidos año tras año desde 1939, no han supuesto monotonía para
ellos, los de la Sección. Sin embargo, puedo añadir yo, testigo de excepción de
las últimas reuniones, que cada convocatoria había más bajas por fallecimiento
y por los achaques propios de la edad. Cuando Javier cantaba en el Memento de Difuntos de las Misas anuales
el creciente número de los que ya les acompañaban desde el cielo, los presentes
no podían reprimir un mohín de esperanza celestial.
Durante el banquete, siempre excusaba
Javier a quienes no habían podido asistir por hallarse impedidos, y también
daba razón de sus circunstancias personales y de las adhesiones recibidas de
terceros. Es digno de notar que, conforme se reducía el número de
supervivientes de la Sección, se iban arrimando al socaire del evento anual
otros excombatientes que, habiendo pertenecido a otras unidades, compartían
espíritu y amistad con éstos. Grandes personas todos ellos, de quienes
aprendimos —mi hijo y yo— el secreto del combatir sin odio. «Pues si algo hubo que nuestra generación —la de la guerra por España— olvidó, ese algo fue el odio. Y, en cambio magnificamos el
heroísmo, esa virtud con la que se gana el cielo.»(4)
1. NAGORE YÁRNOZ, Javier, «En la 1ª de Navarra». (Memorias de un voluntario navarro en
Radio Requeté de Campaña).
Madrid, 1982, pp. 160 y ss.
2. Ibid. id., p. 6-7.
3. GAMBRA, Rafael, “Un libro entrañable de
Javier Nagore. ‘En la 1ª de Navarra’”. El
Alcázar, 6 de marzo de 1982, p. 3
4. NAGORE, op. cit., p. 124.