San Miguel in Excelsis |
El domingo pasado comí rápido y me fui
para la catedral, donde iba a tener lugar la clausura del Año de la
Misericordia. Se había convocado para celebrarla una “Concentración Mariana”
bajo el título “Mater Misericordiae”.
A la iglesia de san Lorenzo acudieron desde sus sedes a lo largo y ancho de
Navarra, las imágenes con las advocaciones de Virgen del Yugo, de Roncesvalles,
del Puy, de Ujué, de Rocamador, del Sagrario, del Camino, de Nieva, de
Jerusalén, del Olmo. Hasta vino santa Ana con su hija María en las rodillas y
el Niño desde Tudela, honrada por el deán de su catedral y muchos fieles. Allí
se les unieron la Soledad de Pamplona y el Ángel de Aralar, es decir la efigie
del arcángel San Miguel in excelsis.
Llegaron traídas desde la otra punta del
Burgo, siguiendo por la calle Mayor, plaza Consistorial y arreando la empinada
cuesta de la Curia hasta el atrio de la catedral, donde las esperábamos todos
los que no encontramos sitio alguno para sentarnos en los bancos de las naves.
Encabezaba la romería, que eso era –ni
procesión ni apocada “concentración”—, nuestra bella Soledad, seguida por el
angelico Miguel, que en el alto de su asta parece muy desmedrado, pero porta el
Leño de la Cruz, rodeado de sus más próximos devotos al son de chistus y
tamboriles, como es tradición. Seguíanle las efigies de la Virgen María, cada
cual escoltada por sus cofrades, auroros y las gentes que quisieron acompañarlas
en una riada inmensa, que entraba en la catedral y se ponía pecho contra
espalda, como podía, después de dar estruendosos vivas y aplausos a su
virgencica en el atrio. A falta de la Pamplonesa municipal, hasta una banda de
música se trajeron. Los de Tafalla, por centenares, daban vivas desaforados a
la Virgen de Ujué, «refugio de
la ardiente Fe de la Ribera». Otros
cantaban salves y auroras o jaleaban a Santa Ana. Honraba su entrada el grave
son de la campana María y saludaban todas sus hijas menores, como en las más grandes
ocasiones.
Santa María la Real de Pamplona |
Con quienes llegaban sentí una fe común.
Todos sabíamos por qué estábamos allí. Nada teníamos que explicarnos ni manifestar
el por qué de nuestro júbilo. Compartíamos el alma y un nudo en la garganta, sentíamos en nosotros que se
trataba de una expresión de nuestra catolicidad. Viendo este río compacto de
gentes recordé las palabras de Grace
Matunda, negra como el betún, peregrina de Tanzania en la JMJ de Madrid de
2011, que advertía: «mediante
esta peregrinación estamos dedicando tiempo a hablar con el Señor e intentando
servir a la sociedad. No es un acto inútil».
Dispuestas las imágenes como se pudo
cercanas al presbiterio, tuvo lugar una solemne liturgia eucarística con mucho
cura, mucho incienso, mucho órgano y canción, terminando la comunión con la
implorante estrofa: «tus hijos
en Ti confiados,/ Virgen de Rocamador,/ esperan que por tu amor,/ han de ser
siempre amparados».
No era un acto inútil y sí difícilmente
repetible. Dios lo sabrá, pero a mí me pareció del todo inexpresiva la recepción
a los millares de romeros que acudimos a la Metropolitana de Pamplona, dando
testimonio al mundo de que la fe es posible, como decía el cardenal Rylco en parecida ocasión. Pues sí, la
fe es posible en Navarra, que ante todo es mariana. Pero en Pamplona faltó rasmia
y kozkor en los oficiantes, un soplo
que avivara los rescoldos de la fe, echar una “firma” en el brasero, como dirían
mis abuelas. «No os dejéis intimidar
por un entorno en el que se excluye a Dios», avisó a los sacerdotes el Papa incómodo, Benedicto XVI.
Me consolé con la expresión de una
sencilla plegaria popular a la Virgen de Ujué: «Virgen mía tus pródigas manos, que a raudales derraman el bien,
tiéndeme cuando mi alma vacile, cuando mis ojos tristes estén…»