Me topé un día soleado con un concejal
que aún quinaba elección popular, merced
a las nefandas listas, de las que se acababa de caer. A lo largo de la
callejera conversación me dijo que si algo había
aprendido en el cargo era a tener por sabida una cosa, pensar la contraria y decir una
tercera, sin perjuicio de desdecirse alegando que sus declaraciones habían sido
sacadas de su contexto. O sea, que una misma razón servía tanto para una cosa
como para la contraria. Me lo dijo con aire festivo y se quedó como si tal…
Como queriéndome expresar ¡chico, no sabes bien, así son las cosas de la vida!
¡Te lo digo yo!
webfilosofia.com |
Pensará alguno que, ayuno de experiencia
previa, en sus años municipales aprendió gramática parda. Pero no, porque
aunque universitario de ciencias, habría que darle por sabido en gramática.
Tampoco adquirió entonces un peculiar don de lenguas. Simplemente se hizo astuto,
mentiroso, engañador y bribón para salvar el pellejo. Tenía a su favor que esto sólo
era una pretensión, porque mentía mal y el tunante tenía un leguaje corporal que
negaba cuanto su lengua afirmaba. Por eso, algunos complacientes decían de él
que era “buena gente” — ¡ángel de Dios!— porque ni sabía vender sus propias mentiras.
Cierto es que no se le pudieron achacar
ni grandes agravios ni grandes ingenios. La pólvora ya estaba inventada y solo
disparó en su vida pública alguno de los cohetes de acompañamiento del
chupinazo sanferminero. Solo fue un colaboracionista, cómplice necesario en las
“juadas” políticas de su propio partido. La mayor y más grave, impedir que
otros inexpertos más jóvenes pudieran ocupar —por la misma vergonzante
vía— su escaño edilicio, porque lo tuvo de por vida constitucional y
por suya propia. Casi.
Con ojos cada vez más brillantes compartía conmigo que su baja en la lista electoral había alterado su vida, que ya no tenía razón
de ser, que no podía volver a la profesión porque se había distanciado de la
ciencia y carecía del ojo y pulso que requeriría. En casa era evidente que
sobraba, pues su mujer, durante tantos años postergada, se había fabricado la
suya propia con hijos, amigas y el arte del caballete que practicaba con
soltura.
No sin cierta sorna le insinué que ahora
que tenía tiempo y salud escribiera sus memorias de su larga vida en la
política. Durante unos segundos aquél hombre se me quedó mirando a los ojos y
me dijo: "no tengo para memorias, sólo para algunas anécdotas". Y así pasó a
mejor vida: perdonado in civitatis honor,
que decían los clásicos.