Antes compraba en la mañana de todos los
días un diario regional, pero dejé pronto de hacerlo porque me confundía. Daba
prioridad a lo inmediato y más cercano, a lo cotilla sobre lo importante y no
digo más.
Mantiene una errática línea editorial solo acorde con el correcto relativismo
al uso y al criterio de la mayor tirada-publicidad, en beneficio del máximo
dividendo a repartir entre los socios de la anónima mercantil que lo publica. La
publicidad “benefactora”, como la llamaba Jacques
Sauvageot.
Pero ya decían en La Codorniz que
donde no hay publicidad resplandece la verdad.
Cuentan que a Rafael Sánchez Ferlosio
le encantaba que todos los días hubiera un número semejante de noticias y que
los periódicos salieran a la calle con parecido numero de páginas. La
explicación del misterio estaba en que las supuestas noticias habían de
ajustarse a los huecos blancos que dejaban los anuncios.
Entonces, decía, como me confundía y todo
lo demás, dejé de comprarlo porque me acordé de aquél principio cáustico que
enunciaba la escritora Donna León:
No hay mal alguno en comprar un determinado diario, mientras no se lea. Ahora
bien, al comprarlo puedes animar al editor a seguir imprimiéndolo y esto puede
ser grave.
Por supuesto que leía otros diarios de
ámbito nacional que, por lo menos, daban sentido a la multitud de información a
la que hoy tenemos acceso y seguía su línea editorial, fuera o no por mí
compartida. Veía que —como decía Bob Woodward— sus
periodistas buscaban la mejor información que podían aunque no se relacionaran
solo con el Washington Post, como se
choteaba Pérez-Reverte.
Que si echo algo en falta. Pues, sí: el
olor a tinta mezclado con el de las tostadas del desayuno.