Tía
Martha, que a sus 76 años no para con el dedo en el teclado, me mandó hace unos
días un guasap llamando mi atención sobre lo que erradamente califiqué como necrofilia
mexicana. Seguía una explicación de lo que allí llaman la catrina, que lejos
de aclarar mis ideas me confundió aún más, pero me puso en la pista de varios
fenómenos culturales e históricos que se han mezclado, dando lugar a un
mestizaje de creencias indígenas y cristianismo, que es el que celebran los
mexicanos en el Día de los muertos, coincidente con el Día de Ánimas o Día de
difuntos del calendario cristiano.
En
México dicen catrín al lindo, al lechuguino, al petimetre o currutaco. Catrina
garbancera era la roída representación esquelética, de porte relamido, de los indígenas
que, avergonzados de serlo, estuvieron sedientos de absurdos linajes españoles.
Por extensión, Catrina se llama también a la poesía social mexicana del XIX,
trufada de contestación política, porque la simbolizaba la emperifollada
catrina garbancera. Y esta calavera engalanada devino a su vez la catrina que
hoy enarbolan chicos y grandes el día de los muertos.
Ya en
la pista que digo, creo haber comprendido que el mexicano no teme a la muerte
porque la considera parte de la vida. Después de vivir, el morir iguala a todos
y nos despoja de alcurnias y riquezas. Aunque la popular fiesta se vista de
cuerpos descarnados y calaveras galanas, no gira alrededor de la muerte, sino
de los familiares difuntos, a quienes se acoge en el recuerdo.