Menipo de Gadara (1639-40) |
Llegó un día en que enfermé de desencanto y
no se si ya curaré. Un desencanto que no solo es propio de
hombres singulares, de algún modo “comprometidos” con la sociedad, sino que
inunda de malestar en la última madurez a quienes ven roto el aparador en el que
exhibían sus mejores principios, con arreglo a los que vivían —a
veces esforzándose por respeto a los demás—
con la naturalidad que les daba ser ellos mismos.
Podría probar pasar el trance esnifando
unas dosis de frivolidad, o sea, intentando alegrarme sin nada sobre lo que
alegrarme, como expresaba sir Gilbert. Pero me temo que, aunque pudiera resultar
barato, este “remedio” debe producir a la larga una grave adicción y desgaste
psicológico, a tenor de lo que veo.
El precio de toda una vida es el desengaño,
observó el caballero de la triste figura al recobrar la razón, y tal vez Diego Velázquez pintó por entonces a
Menipo como advertencia —sutil
apreciación de Eduardo Mendoza—,
para recordarse a sí mismo que al final del camino hacia la cumbre no nos espera
la gloria, sino el desencanto.
«Tengo una edad. He vivido, he viajado, he
leído… Y, sobre todo, ver. Mirar. Ver al ser humano… Eso te produce un desgaste
de ilusiones. La mirada se te cansa. Y lo que más cansa es ver cómo la
estupidez se repite y engorda, mientras que la lucidez merma y mengua a cada
momento»,
expresa quejumbroso nuestro prolífico académico del sillón Te. Y eso que con la
edad juzgas mucho menos a la gente porque has aprendido ciertas lecciones que
da la vida. Eres más comprensivo y no tildas fácilmente a los demás de equivocados.
Pero hay cosas que no pueden ser. Nuestra
vida es un viaje de ida sin vuelta. Esta la harán nuestros hijos, a quienes nos
habíamos propuesto dejar bien marcado el camino que debían seguir. Acompañábamos
para ello a nuestra propia experiencia con la ciencia que nos inculcaron y la
que nosotros mismos hemos desarrollado sin parangón alguno. Me sorprendieron
las consideraciones que hizo al respecto George
Clooney a su entrevistadora: «La vida era agradable, aunque estábamos
siempre en la cuerda floja. Lo que mis padres tenían muy claro era que lo
principal sería inculcar a sus hijos un fuerte sentido de la moral, de la
ética, la libertad y la decencia. Un gran legado».
Teníamos claro que en casa debíamos educar a los hijos y, en la escuela,
instruirlos a la vez que les subrayaban los valores vividos en la familia. Era un
pacto natural.
Repentinamente comenzamos a expresarnos y
actuar al revés. De pensar qué hijos íbamos a dejar al mundo —con
qué equipaje, me refiero— empezamos
a preocuparnos por el mundo que vamos a dejarles. No es un juego de palabras ni
cuestión de matiz, porque por diversas circunstancias, que no razones, la
familia se ha autoexcluido de la vida de sus hijos y se ha producido una
fractura entre familia, sociedad y escuela. Proliferan ahora los “expertos”,
que de todo saben, y los “enseñantes”, pero hay menos transmisores de valores con el ejemplo de
vida: maestros. Además, padres y abuelos que han sido cruciales en el
desarrollo de la autoestima de los niños y constituyen referentes de seguridad,
no están disponibles. Los niños aprenden lo que viven y los valores en los que
sus padres fuimos educados han degenerado mucho.
Tenemos por tanto que la familia no educa
en valores, que la escuela tampoco lo hace por causa de la interpretación
ideológica de aquéllos; tampoco instruye, porque la Administración pública no
fija los programas educativos al hacer también de ellos una cuestión
ideológica. Ni la sociedad ni el Estado se han preocupado por cultivar los
fines de la educación. El resultado final es un marasmo y la formación de los
jóvenes se ha visto sustituida por el conocimiento de oídas, impuesto por los
medios de adoctrinamiento social. Ello, unido a la osadía propia de quienes no
se han puesto a pensar en su vida, da como resultado una sociedad en la que
brillan los zoquetes, los estúpidos e idiotas, sus necedades y desaguisados,
como señala el académico de la Te.
José Luis
Sampedro, que no era santo de mi devoción, venía a
decir que él era un emigrante en el tiempo. Que estaba aquí de polizón; que el
mundo de su infancia no era el de hoy. Que donde antes se decía “este es un
hombre de principios”, ahora hay que leer que es un hombre de finales… de final
del sistema. Que un sistema tal no puede durar; que, al margen de las ideas,
ahora no gobiernan líderes y sin embargo éstos existen. Están donde sea, menos
mandando.
Y sin embargo, Margaret Thatcher, la “Dama de hierro”, persistía en su forzado
retiro: «No quiero morir limpiando una taza de te».