Hace de
esto bastantes años. Eran tiempos en los que gobernaba la “Dama de hierro”. Yo
vivía en el Hampshire, practicando la lengua inglesa y repasando sus reglas
gramaticales. Los fines de semana del invierno eran mortales de necesidad, a no
ser que Anthony se sacudiera la
modorra después de una semana de trabajo, riñera con su espesa novia y, a
cuenta de la costa y de conducir su amado Triumph
Spitfire Mark I que él mismo había restaurado, nos llevara a algún sitio
previamente consensuado conmigo y con Takeyoshi.
A ambos nos gustaban las piedras con historia y preparábamos de antemano la
excursión. A Anthony, le “ponía”
sólo pensar que, en el caso que nos ocupa, podría intentar hacer 243 millas en
menos de 5 horas con su new car y
regresar, gratis total, copas incluidas. Tomaríamos la A1 y nos adentraríamos
en las Midlands para llegarnos hasta Lincoln, que suena americano pero no lo
es. Por el noreste no está lejos de Nottingham, donde el personaje épico Robin de Locksley inspiró la leyenda de Robin Hood. La excursión nos llevaría
día y medio. Anthony podría, pues,
tumbar la aguja por la highway.
Logré
catequizar a Take solo con el hecho
de mencionarle que la catedral gótica, dedicada a la Bienaventurada Virgen
María fue el edificio más alto del mundo entre los siglos XIV y XVI. Le
expliqué el sentido de la grandeza de las construcciones góticas cristianas,
cuyas estructuras arquitectónicas buscan el cielo. No me callé tampoco mi
interés por rendir homenaje a Leonor de
Castilla, que casara con Eduardo I
Plantagenet (“Longshanks” o zanquilargo) como modo matrimonial de evitar
la invasión castellana de Gascuña, entonces bajo dominación inglesa. No fue
solo un casamiento por razones de Estado, sino que resultó ejemplar hasta el
fallecimiento de la reina en 1290. Cuentan las crónicas que el rey mandó
celebrar un hermosísimo funeral, tras el que se le dio sepultura en la abadía
de Westminster y sus vísceras depositadas en la catedral de Lincoln, bajo una
reproducción de la tumba que se le preparó en Wetsminster Abbey. Como nota al
margen tengo que decir que el matrimonio tuvo 15 hijos y que el rey hizo
levantar doce cruces a lo largo del cortejo fúnebre, desde Nottingham hasta su
sepultura. La duodécima cruz es la que hoy conocemos como Charing Cross, en
Londres, donde se encuentra la plaza y la estación ferroviaria.
Inenarrable
aquí la visita a la catedral. Pero sí quería contar que en sus muros encontré
evidencias jacobeas, como el peregrino que malamente esbocé en mi cuaderno de
campo e ilustra esta entrada. Luego supe más: los peregrinos —aún no eran anglicanos— partían de allá hacia
Compostela siguiendo el Camino por King’s Lynn y Halles Abbey hasta Bristol o
Londres, para alcanzar luego la costa en Plymouth, Dartmouth, Brighton,
Southampton o Canterbury, ésta más cerca de Londres, donde embarcaban en buques
medievales para cruzar el tempestuoso canal de La Mancha y llegarse hasta el
litoral francés. Desde allí seguían, según les conviniera, el Camino de la
costa —St.
Mathieu-de Fine-Terre, Quimper, Nantes, Burdeos, Irún, Oviedo y Compostela— o, tras visitar el Mont St.
Michel y Angers, Caen, Rouen y Chartes o el mismísimo Amiens, se unían a los
peregrinos que recorrían la Vía Turonense de París a Santíago vía Ostabat y
Roncesvalles, es decir, hasta la Vía Francígena. Los más osados se embarcaban en
Plymouth rumbo a El Ferrol o La Coruña para llegarse al Mesón do Vento y desde
allí a Santiago, si no sucumbían en la travesía.
Toda
Europa está surcada de caminos por los que han ido y venido pasajeros y
peregrinos desde que el hombre es hombre. El de Compostela es el europeo más señalado
por su contenido religioso desde el tiempo de los Apóstoles. Ha sido denominado
«calle mayor de Europa» y considerado
Patrimonio de la Humanidad. Importante fue para los peregrinos llegarse hasta
la tumba de Santiago Apóstol, pero otro tanto su regreso a casa empapados de maravillosos relatos y de
las culturas de cuantos se toparon en su recorrer, que a veces les llevó la
vida entera.