Ahora que el tiempo está aún claro y las
tumbas arregladas, armado con mi cámara y un par de objetivos me voy al
cementerio por ver si puedo encontrar algunas composiciones que sean originales,
antes de que se marchiten las flores. Aunque sea difícil ser original en
nuestros días, en los que lo natural ha sido sustituido por composturas y
poses.
Sigo el antiguo «camino de entierros», como lo llama mi amigo Lozano Bartolozzi, y recuerdo paisajes que ya no están ahí, porque
todo está urbanizado. También siento la necesidad de recuperar la memoria de
mis mayores.
"El Pensador", por Ramón de Arcaya, en el Cementerio de San José de Pamplona |
Mueve un aire ligero de otoño y conforme me
acerco al aparente cementerio de San
José, siempre en ampliación, me viene a la memoria aquél puntazo que José Luis Alvite le tiró al presidente Zapatero, de infausto recuerdo, al
decir que en la arruinada España de hace una década solo crecían «razonablemente» los cementerios.
Tampoco puedo olvidar el comentario de mi
compañero de asiento en un autobús que, hace años, al pasar por la villa de
Erro y ver su cementerio en la paz de una verde ladera, recoleto, pequeño, con
las tapias blanqueadas bordeadas en lo alto de rojas tejas, sus añosos
cipreses… me dijo con naturalidad: «Ahí
dará gusto morirse». Dará, sí, pero nadie nos procurará testimonio de su
regusto, pensé yo.
Nosotros, la familia, tenemos panteón o
carnario –aquí se ha llamado así— en la
parte más antigua y frondosa de cipreses del cementerio de Berichitos, en
terrenos de la primitiva huerta de Larequi,
así llamada por ser de ese apellido don Gabriel,
el capellán que gestionaba hace más de cien años los responsos. Era en un
rincón tranquilo si no fuera porque del otro lado del grueso muro medianero se
erigió muchos lustros después una construcción fría y amenazadora, ornada no de
pacíficos cipreses, sino de chimeneas con negro humo y hollín. Bajo ellas incineran
cuerpos y se quiebran los huesos más duros con trituradoras de bolas, hasta
completar las cenizas del fracaso humano que se entrega a los deudos en una
urna. Mientras que del lado de acá, los restos reposan a veces bajo las flores
del recuerdo del corazón y de la mente de los seres humanos, porque la muerte sólo
llega con el olvido.
La parte más antigua (cubista, art deco) está
llena de víctimas de la pandemia de “gripe española” del 18, que arrasó la
humanidad entre guerras. No hay tumbas viejas ni nuevas, sino de un estilo u
otro, cuidadas o desportilladas, que todo da igual: «Dios es contemporáneo de todos los tiempos», nos advirtió el
filósofo de la “docta ignorancia”. Entonces, aún más que hoy, la vida resultaba
peligrosa, no era sencilla ni daba garantías. La muerte es el precio de vivir,
dijo el Nobel de Medicina 1993 sir Richard
J. Roberts, «el misterio más grande»,
según santa Teresa de Calcuta.
Hoy me descubro pensando en los demás,
cierto que fallecidos pero queridos, a los que nada puedo dar que no sea sino
rezarles un responso al pasar. Entre las tumbas familiares de aquéllos a
quienes conocí me detengo ante un epitafio, que me recuerda la consideración
interior que se hacía el protagonista de la novela de Sandor Marai ante una caja llena de condecoraciones: ¿qué le habrá
dado la vida al general? Y él mismo se respondía: obligaciones y vanidad. Y sin
dar importancia a su gesto, cerraba la caja como el jugador de cartas que al
final de la partida las devuelve porque ya no le son útiles. Sic transit gloria mundi.
Aquí, en este camposanto yacen arrogantes y
pobres. Parecen vidas enfrentadas si no fuera porque los ricos —se
dice— también lloran, porque nadie sale de este
mundo sin probar las amarguras que rebajan la soberbia. «El infierno se pasa aquí, en esta vida», afirman los más enterados,
no faltos de alguna razón.
Cielo/infierno, infierno o gloria, dilema
central de los Ejercicios ignacianos que nos atemorizó siendo adolescentes y
luego quisimos olvidar sin poderlo. El cielo está lleno de santos que
conocemos, unos por notorios, otros porque fueron elevados a los altares. Pero
aún hay otros, que deben ser muchísimos más, anónimos cuyos restos están por
aquí y por allá, en este y otros camposantos. Santos «de mazo y escoplo», como lo quiere Dios; así le advirtió fray Tomás de Villanueva al beato fiterano Juan de Palafox y Mendoza, cuando
dudaba en si aceptar o no el obispado de Puebla, en México. Otros han sido
santos como lámparas que han dado luz sin hacer ruido (Mt 5, 13-15) y se sabe
de otros que han sido de vida muy atribulada, durante la que los sinsabores,
amarguras y dificultades se alternaban a ritmo vertiginoso.
Un campo, ya no tan santo —tengo
la tentación de escribir—, lleno
también de idólatras y sansones que pusieron sus deseos en las cosas de la
tierra como si fueran un bien absoluto y luego resultó que su mortaja carecía
de bolsillos.
A mí siempre me cayó gordo Stephen Hawking, por él y por los
pelotas que rodean su ciencia y ocurrencias y aún otros las ruedas de su silla
para mostrar que un “disminuido” no es que sea un individuo “normal”, sino que
supera con creces a quienes a sí mismos se tratan como “normales”. Pues bien, Hawking, al parecer, llegó a decir que «el cielo es como un cuento de hadas para
personas que tienen miedo a morir», lo cual es una estupidez. Al menos eso
creo yo, que me trato como un individuo “normal”, sin mayor ciencia que la que
tengo. Hawking —será una lástima
perder su testimonio— no podrá contarnos si, cuando llegado el momento de su exitus, habrá o no pedido que le reciten
el cuento.
Me escribe Matilde que el otoño tiene un encanto especial, está lleno de una
vivencia misteriosa y escondida que se hace presente por el olor. No había yo
reparado —viene a decir— que
en el otoño, de repente, un día notas que huele a Dios, y así hasta el
invierno. «Parece que la naturaleza
siente sueño y quiere dormirse. Una brisa fresca, pero muy suave, hace
amarillear las hojas de los árboles; las flores se ajan, dejan de estar lozanas
y es como si perdieran su aroma. Todas las ramas se desnudan de su follaje y,
en silencio, la savia que por todas partes daba vida, se va hacia las raíces y
allí, calladamente, quiere dormir. Y todo lo que antes había sido engendrado
por ella, la imita en este viaje “hacia adentro”, a lo más profundo de su ser».
Es su Reto dominico, en el que sor Matilde apunta que «es muy bello ver que todo el paisaje cambia
porque ha aparecido Alguien: el Señor, que todo lo llena y quiere que la
naturaleza entera, pero especialmente el hombre, deje lo que es superfluo y haga
un trabajo silencioso de pensar y sentir lo que es importante y duradero». «El
otoño —escribe— es la estación que nos habla de intimidad,
y parece que todo nos invita a dejarnos hacer por Él, sin oponer resistencias,
igual que la naturaleza…»
Alguno señaló que la humanidad se divide en
dos clases de personas. Una sería la de quienes saben que irremisiblemente van
a morir; otra la de quienes prefieren no saberlo. En medio quedaría una de mis
piadosas abuelas, que aun sabiendo que acabaría muriendo y siendo devota de san José, que es tenido por abogado de
la buena muerte, nunca en su vida visitó un cementerio. La única vez que lo
hizo, para quedarse, hubo de ser llevada con los pies para delante. Y puesto ya
en éstas, recuerdo ahora el chiste de aquél que decía que no se había jubilado
por no haber terminado el tiempo de merecer la gloria eterna.
Compruebo por las inscripciones que en los
carnarios más antiguos los allí enterrados fallecieron con unos 60 años de
edad, incluso más jóvenes y niños, mientras que en los más modernos apenas hay
niños y los difuntos gozaron de esta vida como poco 70 años. Pero estos datos
sólo juegan en términos estadísticos y para acreditar la mejora en las
condiciones de vida, el que llamamos progreso. Nada más, porque para los que
somos creyentes la cuestión no está en añadir años a la vida, sino vida a los
años. Se lo dijo de otro modo Mme Curie
a su hija Irene: «La mejor vida no es la más larga, sino la
más rica en buenas acciones», las que cada cual habrá de acreditar en su
juicio particular.
Esta comprobación me lleva a otra reflexión:
la de la prisa que nos aqueja en la vida, que nos hace vivir una vida inhumana.
Vivimos hoy en un torbellino, como si nos faltara tiempo para llegar a todo y aún
estaríamos dispuestos a comprar más unidades de tiempo, tanto si este se vendiera
al detalle como al por mayor.
Cae la tarde con un silencio que se oye,
solo roto por unas cortas rachas de viento y los trinos de pajarillos que se
disputan la rama del ciprés donde dormir. Yo vuelvo a casa sin saludar al
capellán, porque ya no lo hay. Antes, don Macario
San Miguel me hubiera invitado a una merienda-cena de dos huevos grandes
con puntilla y chistor, como lo hacía cuando bajaba con mi padre y hermano para
charlar con el viejo carlistón, que fuera pater
del Tercio de Lácar. Decíamos en broma que así como se afirmaba en Pamplona que
la huerta mejor abonada era de Larequi,
para nosotros la que tenía las gallinas más rollizas era la de don Macario.