Bubur |
Volvemos
de ver la Cabalgata de los Reyes Magos. Han sido recibidos por las
“autoridades” en una de las puertas de la muralla, la que da al norte y tiene
un complicado artilugio levadizo. Han llegado con su fastuosa comitiva vestida de ropas
coloristas y ligeras, sombreros ornados con plumas y zapatos apuntados. Hace
frío en este atardecer norteño y, sin embargo, los niños aguardaban su llegada
desde hacía horas recostados sobre sus padres. Trompetazos, cohetes y bombas
multicolores anunciaron su llegada y los peques, con ojos atónitos, dieron vivas al
cortejo que inició su caminar con el lento y suntuoso andar real. Llovían
caramelos, los menos tendrán para contar que han sido momentáneamente
secuestrados por los servidores reales para ser conducidos a presencia de su Rey
y recibir una bendición, dos besos y un puñado de caramelos. ¡Qué gozo, qué
alegría, qué excitación! La antesala de lo que debe de ser el Cielo.
En
medio de la barahúnda infantil echamos en falta a los nuestros y sentimos una
gran emoción al escuchar los vivas de los niños hechos pasión por vivir. ¿Vale
un juguete la sonrisa que alegra el alma? La ilusión hecha fantasía que empapa
nuestro espíritu caduco y nos acerca un poco más a nuestra esencia interior y a
la paz del Señor, con alegría y esperanza por un mundo mejor. ¿Dónde está la
felicidad entre los que no creen en el Cielo, donde se puede gozar de Dios por
toda la eternidad? A las puertas de la vida estos inocentes nada saben aún de
nuestro comportamiento depravado, hecho de codicia, vicios, perversiones y
desamor…
Ya no
hay niños en casa, pero esta noche los abuelos trabajarán de firme.
Se ocuparán de cepillar los zapatos de los presentes y de los ausentes y
dejarlos al pie de la chimenea, como siempre, identificando deseos e ilusiones
para que sean atendidos por SS.MM. del mejor modo posible. Hace unos días
recibieron en Oriente una carta remitida desde el más lejano Occidente en la
que, con letras ayudadas, les argumentaban --¡pobres infantes!-- que se habían portado muy bien,
en vista de lo cual les pedían que dejaran en casa de sus abuelos de España...
Su cara
al amanecer tardío de su meridiano, cuando aquí banqueteábamos con sencillez la
Epifanía, ha sido inefable, como son los rostros de quienes no conocen sino la
Verdad de Amor hecha para su edad, que debiera ser manifiesta todo el año para
quienes hemos perdido la inocencia.
Sus
abuelos de más allá nos deseaban poca cosa. Bastaban un lápiz y una goma de borrar: «Les
deseamos que esta noche, los Reyes Magos les traigan: un lápiz que dibuje
sonrisas y una goma que borre lágrimas. Que si lloras sea de risa, si tienes
hambre que sea de vivir, si tienes que perder que sea el miedo, y si eres feliz
que sea para siempre. Feliz día de Reyes Magos ».
Una gran familia gracias a Dios y Él entre todos.
Y cuando desde mi soberbia poquedad
reparo que solo echo chispas para los demás, sin tener en cuenta que todo se
hace sagrado si mi amor lo transfigura[1], como lo hacen los niños,
recuerdo el desgarro unamuniano:
«Agranda la puerta, Padre
porque no puedo pasar.
La hiciste para los niños,
yo he crecido, a mi pesar.
Si no me agrandas la puerta,
achícame, por piedad;
vuélveme a la edad aquella
en que vivir es soñar».[2]
[1] Amor sin límites.
Narcea, Madrid, 1987, p. 57
[2] UNAMUNO, Miguel de, Fragmento de
“Agranda la puerta…”. En Cancionero.
Diario poético. Transcrito por PICON GARFIELD, Evelyn, y SCHULMAN, Ivan A.:
Las literaturas hispánicas. Introducción
a su estudio, vol 1. Wayne State University Press. Detroit, 1991, p. 30-31.