En las vacaciones de Pascua tomé la decisión, pero no tuve cuerpo para arrancarme. Ahora, que me han dejado sólo, vestido de campaña me he armado con los trapos y el spray y he declarado la guerra al polvo que adorna mi cubil. Como todo me sale a medias, de mala gana y mal, se me ha caído el primer estante encima. El perro ha salido como alma que lleva el diablo y yo me he topado con libros y viejos papelotes en un abigarramiento que hace que se acaricien los lomos Amin Maaluf y Martín Buxbaum con Horacio y los obispos de Bolivia.
Caen
los trapos de mi mano y ojeo libros y notas. Me pregunto el por qué de mis
acotaciones marginales en aquéllos, que me llevan a evocar el proceso de
evolución de mis ilusiones, luego de mi pensamiento, a lo largo de mis años.
Hay en él una constante: soy amante declarado de la libertad, no de la derivada
del contrato social, sino de la de hijo de Dios. Hoy todo me rechina. Los
“creyentes”, islamistas furibundos, crucificaban ayer a mis hermanos cristianos en Siria. Los han
despachado poco antes en Nigeria. Aquí, en el primer mundo, la cosa es más
sutil.
Antes
de meter mano al polvo, me quedo con una nota que parece escrita hoy. Es de
Peter Vierick, premio Pulitzer de poesía en 1949, líder conservador partidario
y defensor de un nuevo conservatismo norteamericano ajeno a cualquier
radicalismo y totalitarismo de la “derecha histérica”. Dice así: «el anticatolicismo es el antisemitismo de
los liberales».
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