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Están
convocadas elecciones al Parlamento Europeo. A la entrada de mi casa, en una
mesita, días atrás he dejado una caja de cartón que voy alimentando con toda la
propaganda electoral que viene a mi nombre o que se me buzonea. Está terciada y
aún faltan varios días de campaña. En algún momento me sentaré para ver qué me
ofrecen los unos y los otros, a fin de decidir mi voto en función de los
ofrecimientos, votar en blanco o bien ni tomarme la molestia de acudir a las
urnas, especialmente si luce un buen día para pasarlo en el monte o la montaña.
Se dice que la omisión del voto —no la emisión— es irresponsable, pero cada vez medito más
sobre lo que supone esta actitud postmoderna —¿omisa o activa?—, muy
generalizada y creciente por todo Occidente. No hablo de nada raro, porque en
el ámbito ético, por tanto en el jurídico, se conoce la acción por omisión. Hay
un refrán francés que dice: «les absents
ont toujours tort», que vale decir que los ausentes nunca tienen razón. Sin
embargo, pienso que la dejación puede ser una acción deliberada del indignado ciudadano,
quien no cree ser respetado como tal, sino considerado como un semoviente
habitante de la gran granja orwelliana, en la que todos son iguales pero unos
más iguales que otros. Son gentes que, en expresión barojiana, «quieren vivir fuera de la retórica y de la
cuquería política». Hasta aquí han llegado las cosas.
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Cuando
ni lo sospecho, surgen en los medios audiovisuales cuñas y spots con los que
los hombres —y mujeres— de la sigla me intentan vender su moto. Una puesta en
escena a la medida: entorno, voz e intérpretes caracterizados y en una
estudiada y supuestamente convincente alternancia. El mensaje incitativo no va
más allá de unas eufónicas generalidades como si de una muy comedida arenga se
tratara antes de entrar en acción: ven conmigo, lo haré bien, daré respuesta a
tus inquietudes, esas que te vengo diciendo que lo son, escenificando con datos
cargantes y medias verdades su mentira.
Vino
luego el esperado gran debate televisivo entre los candidatos de los dos
grandes. Un fiasco. Se salió del contexto electoral y tras una hora de tópicos
y confusas vacilaciones con la matraca de lo leído, se saldó con una sandez
sobre el supuestamente dificultoso debate hombre-mujer, seguido de las
correlativas acusaciones de machismo y otras “memes” al uso. Algarabía
partidista, estrépito huero frente al silencio elocuente de la vida que en
realidad pasa.
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He
terminado de ver los papeles de la caja. Nada nuevo bajo el sol. Mi primer
pensamiento es la enormidad del gasto que cada cual ha realizado para seducir
al cuerpo electoral con sus proposiciones. Todas son iguales, quiero decir que
responden a un mismo esquema. De fondo, el gran temor a la abstención y sus
consecuencias directas: primera, que en perjuicio de los partidos grandes se
alcen los pequeños, cuyos electores parecen más comprometidos con el mensaje y disciplinados ante el llamamiento a las
urnas; segunda, que quien gane las elecciones obtenga una muy mermada representación
del censo, que moralmente deslegitima.
Quítate
tú, que me ponga yo. Sigue la pretensión del olvídate del pasado, que el bueno
soy yo y voy a hacer todo lo que no hizo quien me precedió, aunque fuera yo
culpable de ello: reconquistaré… devolveré… creceré… súmate a los muchos que
luchamos… Al gobernante actual se le demoniza e imputan medidas fracasadas,
insolidaridad y fechorías sin cuento. La alternativa a todo ello no es otra que
el sereno mensaje del comprométete con sólidos proyectos porque seguimos el
buen camino, que ya está dando sus primeros frutos gracias al duro esfuerzo de
todos y que, en breve, nos convertirá en el país de la Abundancia y
recuperaremos el puesto que nos corresponde en el concierto internacional. Hay
quien ve en ello el mismo programa de otra forma dicho. Convergencia o, peor,
consenso ideológico metacapitalista en una confusión de números con esencias
que conduce escalonadamente a un nuevo orden mundial del que ya se están
beneficiando los poderes fácticos.
Léense
también en la propaganda, a modo de eslóganes,
genialidades dichas sin pestañear: «los
pueblos deciden», «solución al conflicto político», «voto de la lucha y de la
rebeldía», «libertad y solidaridad de los pueblos», «el poder de la gente»…
También
pueden verse cosas plausibles, que terminan sólo en su enunciado y son
fácilmente olvidadas: que la política y la economía sirvan a las personas, a la
mayoría, al pueblo.
De
rondón y como si no fuera con él, aparece flamante quien exhibe en díptico
multicolor su histórico bien hacer y deja libertad de voto a sus afiliados
hacia su hermano mayor, con quien en turbia reyerta se peleó y dejó de hablar,
rompiendo con ello una trayectoria política de varios lustros, que costó lo
indecible dar a luz y criar.
Hay
partidos pequeños que, sin apenas medios económicos, ofrecen otra calidad en un
mensaje testimonial verdadero y, por ello, con pocas expectativas porque no es
lo que se lleva.
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En
fin, y yo, impotente, que no carezco de principios y que mendigo valores
humanos —irónicamente hoy llamados democráticos— que parecen extinguidos junto
con el sentido común, no sé donde guarecerme. Porque aquéllos no se proclaman,
como todos hacen, sino que se forjan en el día a día y no todo el mundo vale
para ello. Porque una cosa es administrar, bien o mal, y otra gobernar, que es
oficio de hacer leyes y dictar los destinos de los pueblos. Aquí radica la gran
decepción y la limpia indignación popular ante la mediocridad de audaces y
cínicos, que se hacen con el poder que el pueblo les da. Sé que, por esta vez, yo
no aplicaré el principio del mal menor.
Dame
tu voto, que yo pondré la voz —dice el eslogan electorero—. En efecto, pondré
la voz y el culo en el escaño, con nadie compartido.