He leído al omnisciente Punset que «el negocio de los banqueros depende de que los demás sigamos confiando
en que lo harán bien». Me viene a la memoria lo sabio que es el pueblo
inglés en materia mercantil, pues es de su conocimiento y experiencia que un
banquero es a fellow que te presta un
paraguas cuando luce el sol y pide que se lo devuelvas cuando llueve.
En su imaginario está el banquero pintado tradicionalmente
como un personaje explotador, vestido de levita, luciendo barriga, chaleco y
grueso dije, cubierto con un sombrero de copa y fumando un largo habano. Es el
prototipo de capitalista dickensiano. Más moderna es la figura del tipo enjuto,
alto y anodino, que te estrecha la mano de un modo particular, «con la ternura de un gerente de banco»
que casi todos conocemos. Es la emoción que nos descubre Craig Russell en El sueño oscuro y profundo.
Un banquero —por así llamar también al bancario de altos
vuelos— puede estar hoy aquí, mañana allá o acullá, o en todos los sitios a la
vez, porque para todo sirve. Conoce las reglas del mercado, lo vive, lo siente
y cuando toca se expresa, por ejemplo, como lo hacía el consejero-delegado de
una entidad, al que luego la vida le llevaría por otros derroteros
inmobiliarios: «Los bancos, como los seres humanos, tienen sus propios
perfiles y su peculiar modo de presentarse en sociedad. Algunos poseen una
vetusta dignidad, como si una blanca nube se hubiera posado sobre su cuenta de
resultados. Otros van por la vida arrasando y luciendo el lado bueno y
fotogénico de su rostro. Y hay también bancos jóvenes, véase […], cuya imagen se
asocia a la pujante vitalidad del deporte, al verde impulso de la ecología y
que apuesta por una sociedad más humana, donde prime el esfuerzo limpio y la
sana competencia. […]».
Angelical y
convencido en julio de 1997. Había ya empezado la danza de las fusiones y
absorciones bancarias, la titulización de créditos (eufemismo hispano para la
creación de bonos basura), la burbuja inmobiliaria, el efecto morcilla sobre
los activos bancarios de las inversiones desaforadas en aquél ramo, el «vamos a ver si las cosas mejoran para descontarle papel» al humilde ferretero, el desierto crediticio, el rescate con la pasta de todos,
el nuevo desierto, que sigue… Así hasta hoy y tiro porque me toca.
Dicen que la
culpa la tiene el sistema, pero acabamos de ver que el ciudadano castiga al
osado.