Cuando
el corazón ansía y la duda se manifiesta como negra nube, cuando la derrota
parece inminente, cuando se hace examen de cuanto hiciste y omitiste a los
tuyos, cuando no tienes más remedio que creer que no es posible que los
malvados se salgan con la suya, cuando parece evidente que tiene que haber una
Justicia más allá de la paupérrima de los hombres, cuando la vida parece un
sinsentido, entonces llega el día en que te toca leer, por una casual
casualidad, la desesperada invocación del salmista: «Sálvanos, Señor, que se acaban los buenos,/ que desaparece la lealtad
entre los hombres:/ no hacen más que mentir a su prójimo,/ hablan con labios
embusteros/ y con doblez de corazón. […]».
Y Dios se manifiesta al agobiado: «…yo me
levantaré,/ y pondré a salvo al que lo ansía» (Ps. 11). Entonces el alma se esponja porque te sabes no
dejado de la mano de Dios. Surge tu alegría, que mana «entre escombros de proyectos fracasados. La que no logran desalojar de
los pobres ni la cárcel de los sistemas sociales ni los edictos arbitrarios de
los amos» (B. González Buelta), que quieren que cuando al fin te doblegues
ante ellos, lo hagas por tu propia voluntad, rindiéndoles pleitesía.
William
Blake cuenta (El casamiento del cielo y
del infierno) que los demonios
tenían por costumbre decirse entre ellos este avisado proverbio: «El hombre que mejor te conoce es aquél que
permitió que abusaras de él».