Llega
una edad en la que se te destapan los recuerdos, te refocilas malamente en
ellos y te consuelas añorando vergonzosamente: ¡que me quiten lo bailao! Mísero
agarradero, porque la tuya —como aquella del personaje Frederik Welin—es «la crónica de una vida que ha perdido el
hilo». Échate las cuentas, porque
probablemente caes en el vacío.
Al
pozo voy en silencio a calmar mi sed. Sentado en su brocal, en medio del
albero, revivo mi aventura entre el nacer y lo que será el morir. Me echo las
cuentas de mis cuatro días y no hallo rubíes ni esmeraldas, tan solo
cristalitos de colores, wampun que se
ofrece a los indígenas para distraer su atención, para así crear un mundo
ficticio y fugarme a él.
«A veces te
hundes, caes
en tu agujero de silencio,
en tu abismo de cólera orgullosa,
y apenas puedes
volver, aún con jirones
de lo que hallaste
en la profundidad de tu existencia.»
(Pablo Neruda, El pozo)
Y me propongo, como si saliera del
pozo con jirones, un viaje a mi interioridad, para mirar al pasado y encontrarme,
contemplar el camino recorrido y cambiar mi rumbo. ¿Qué tengo dentro? ¿Cuál es
mi experiencia, mi vida vivida? Mirar también —si cabe— el futuro,
el qué espero de él, estando despierto, being
ready como scout de Baden Powel
que soy. Porque es un hecho que aquí en, en este albero, no quedará nadie.
Volver a lo esencial, poner las cosas en perspectiva e izar bandera, sin
agobio, sin preocuparme en el presente por lo que será el futuro. Dejándome llevar
por Dios.
«—Platero,
si algún día me echo a este pozo, no será por matarme, créelo, sino por coger
más pronto las estrellas. Platero rebuzna, sediento y anhelante. Del pozo sale,
asustada, revuelta y silenciosa, una golondrina» (Juan Ramón Jiménez, “El pozo”. Platero y yo)
Pozoalbero, 2007 |