Así
la bautizó mi madre, que para las cosas de niños tenía mucha imaginación. Era
una pobre mujer pobre, asilada a cargo de la Beneficencia en la Casa de
Misericordia. Enjuta de carnes, con nariz larga y soplillos, vestía siempre
igual. Una blusa y falda de vuelos hasta los pies. Los días más frescos se
arrebujaba en una toquilla de punto de lana o en un raído chal, negros. Los
pelos recogidos en inestable moño o sueltos, locos. Hormigueaba de aquí para
allá, muy tiesa, como si no llegase a todo cuanto tenía que hacer, que era un
sin quehacer. En nuestra fértil imaginación nos recordaba a aquella bruja del
cuento, que puso a Juanito en una jaula para engordarlo y así darse un mayor
festín. ¡Aterrador! Niños aún, no nos echábamos la cuenta de que teniendo
hambre más vale pájaro en mano que gorrión para engordar.
Salía
de paseo hacia el mediodía y la veíamos desde el balcón que daba a la plaza,
cuando nuestra cuota de perras y desobediencias estaba ya colmada. «Mira, has
sido caprichoso y viene Pepepet» —decían, siempre a media voz, como sin darle
importancia, la tata, mamá o la abuela. Cuando calculaban que ya teníamos
flojas las rodillas pedían nuestro arrepentimiento por las “maldades” hasta
aquél momento acumuladas. Otras veces, haciendo encargos, nos la topábamos por la
calle. Imagino que la abuela, a la que casi siempre acompañábamos, la detectaba
y se apañaba para pasar junto a ella. La crispación que le transmitía nuestra
pequeña mano era aprovechada por ella para insistir, con tranquila voz, en que
nada pasaba si habíamos sido buenos, seguida del «¿te has dado cuenta qué olor
a choto echa?». Nosotros ni la habíamos olido ni sabíamos qué era un choto,
pero la cosa funcionó.
Un
día Pepepet falleció. No nos dejó ningún trauma como legado. ¡Pobre mujer!