De
críos decíamos, con el arrojo de quien conseguía hacerlo bien, aquello de “en el campo hay una cabra hética,
perlética, pelapelambrética, pelúa y pelapelambrúa; que tiene hijos héticos,
perléticos, pelapelambréticos, ...”. Cuando años más tarde supimos hacerlo,
tiramos del DRAE para dar significado al infantil recitado, pero no pasamos de
“hética” y, muchos años después, supimos
del localismo “perlética”; lo demás, rimaba al caso. En fin, resulta que la
cabra era extremadamente delgada y, además, histérica. Que así fuera era lo de
menos. Se trataba de aprender a vocalizar. Yo me quedé con lo de hética, con
hache, síntoma de la tuberculosis, que hacía estragos por aquél entonces en
buena parte del país. Pero la “Venus hética” nada tiene que ver con ese
trabalenguas, sino con la humillación del modelo de mujer voluptuosa y barroca
de Rubens, de Boticelli y de Durero, por la «mujer-percha,
imitación viviente de aquél esqueleto esproncediano de “El Estudiante de
Salamanca”». Así dice Jaime Campmany en el artículo de aquél título, que amarillea entre mis
papeles, publicado en el ABC del 11
de marzo de 1999.
Campmany
fue un hombre azul pero de extraordinaria pluma. Entre algunos hombres azules
las palabras se hicieron literatura o, cuanto menos, buen periodismo. No era
raro y nombres hay. No fueron azules avatares, como los de hoy, sino de carne y
hueso azul Mahón, tan denostados hoy. Cierto que nuestro personaje azuleteó
bastante hasta el 77 ó 78, cuando se liberó de las “caenas” y se le afiló la pluma,
al menos en su columna del ABC, que
era la que yo celebraba, fuera cual fuese su ocurrencia humorística o satírica
del día, que enmascaraba no pocas veces dardos mortales. Lo conocí, creo, en el
69, vestido de “heladero”, por los pasillos de las Cortes Españolas y no me
agradó, como tampoco los que entonces pisaban alfombra y no hablaban por boca
propia. Luego, como digo, sí. Debió ser cosa de esos polvos de la madre
Celestina que nos echamos los unos a los otros, fórmula magistral del
laboratorio de la Transición.
Campmany, nacido murciano, gustó de la mujer-mujer, fuera “su señora”,
la suegra o la criada. La escultura de Botero le pareció «la sublimación de la obesidad». Por el contrario, las modelos que
correteaban por las pasarelas de la época eran como «venus enmagrecidas» hasta la «extenuación
de la carne». «Flores espiritadas de
anemia o de anorexia», cuyas tetas —escribía— «son como dos pasas de Málaga en harina», no las que inspiraron a
nuestros poetas. En fin, Campmany —como lo hacía el lápiz de Mingote— reaccionaba en favor de la voluptuosidad mediterránea, sin hacer ascos a «las prominencias del mondongo» y aunque
no fuera partidario de la «prolongación
del antifonario», sí apreciaba «un
culo razonable» como el que pintó Picasso a la “Mujer asomada al balcón”.
El espíritu de la golosina, o la línea impalpable del horizonte |