Siendo chico aprendí la triquiñuela mnemotécnica y,
además, en 3D.
Sería el año 1956, finalizando el curso, cuando los
padres jesuitas nos llevaron de excursión dominical a la playa. Era la
excursión por antonomasia de los años colegiales. Un plan largamente esperado
al finalizar el curso, porque nos cundía mucho: se partía pronto de Pamplona
para oír misa en Loyola, darse un baño en las playas de Zumaya y terminar la
tarde en Guetaria, donde la Compañía poseía una desportillada villa, rodeada de
prados en ladera, con aspecto todo ello de legado testamentario. Se encontraba
en algún punto donde la costa formaba una rocosa caleta junto a la carretera a
Zarauz, que separaba la finca de la orilla del mar. La pequeña playa tenía las aguas
frías y siempre llenas de repugnantes algas verdes, que no nos impedían tomar
el baño a pesar, también, de la fuerte y peligrosa resaca. A la villa, desde la
que se divisaba el famoso Ratón y su rabo, sólo subíamos para refugiarnos
cuando amenazaba la lluvia.
Esta vez nos acompañaron como responsables el hermano
Azcue y, no sé por qué, el padre Odriozola, que era profesor de Física y
Química de los mayores. También se sumó don Javier Igal, maestro seglar que
impartía clases a la sección B de la Preparatoria Segunda. Salímos de Pamplona
en asmático autobús camino de Tolosa, por el puerto de Azpíroz, de trazado
aventurado y pendientes desventuradas en las que los camiones “perdían” los
frenos y besaban los pretiles de piedra con las carrocerías. De Tolosa, que
apestaba por causa de las papeleras allí ubicadas que aportaban, además,
abundantes natas espumantes al río Oria, seguimos camino del valle del Urola
hacia Azpeitia, rumbo a Loyola. Pasado Bidaia, la carretera ascendía
zigzagueando por el alto de Régil, cuajado de prados y bosquetes de la parte de
Ezama e Ibarbia. Enseguida llegaríamos a la casa-palacio y santuario del
banderizo oñacino, que acabaría en santo de altar. Finalizada la misa, el
ritual exigía dar cuenta apresurada de un bocadillo del companage preparado por nuestras madres y un botellín del
refrescante e inigualado Orange Crush.
Durante el viaje en el autobús no se oía música. La
radio, aún de válvulas, captaba solo ruidos e interferencias. Entonces no
existían siquiera cassettes. Los
chicos cantábamos canciones de autobús: “Conductor,
conductor acelere, acelere, acelere…”, “Las vacas del pueblo ya se han escapau,
riau, riau…”; otras de carácter vascongado, ya que a la playa íbamos: “Desde Santurce a Bilbao…”, “Boga, boga,
mariñelak…”, “Por el río Nervión bajaba una gabarra, rúmbala, rúmbala rum…”.
De “El vino que vende Asunción…” nos
gustaba cantar a voz en cuello el estribillo: “a mí me gusta el pin piribin pin pin,/ de la bota empinar, parara,
pan, pan,/ con el pin piribin pin pin,/ con el pan, parara, pan, pan,/ al que
no le gusta el vino,/ es por no pagar (bis),/ o no tiene un real”.
Demostrando agudezas, los curas nos proponían pareados para que les siguiéramos
con la matraca “Carrascal, Carrascal,/
qué bonita serenata,/ Carrascal, Carrascal,/ ya me estás dando la lata”. Indefectiblemente,
acabábamos por cansancio cantando el pesadísimo “Un elefante se balanceaba sobre la tela de una araña…”, hasta que
nos mandaba callar el iracundo Igal, ¡por “mostillos”!
Entre Régil y Azpeitia siempre entonábamos, bordado, Iñazio gure Patroi aundia, Jesusen kompania
eta dezu amatu... Nos sabíamos de memoria el himno de la Compañía, aunque
en castellano siempre perdíamos el resuello precipitándonos en el crescendo que acababa en los “lábaros”.
Y si no cantábamos, admirábamos el paisaje o discutíamos
de fútbol, del Athleti, la Real Sociedad y, menos, de Osasuna, los tres en
Primera División. Aún coleaba en el imaginario popular el gol de Zarra que
permitió a España batir a la pérfida Inglaterra en los campeonatos del mundo de
1950, en Brasil. Mandaba el fútbol y sus figuras: Kubala, Di Stefano, Kopa… Al
atleta Joaquín Blume lo conocíamos como “el Cristo de las anillas”; Goyoaga, el
jinete olímpico, era de más alcurnia, por montar a caballo. También teníamos
preferidos entre ciclistas como Louison Bobet, Fausto Coppi, y los compatriotas
Guillermo Timoner y Bahamontes, e incluso el local Galdeano. ¡Hala Galdeano!,
le animábamos desde las cunetas navarras viéndole pedalear baldado. Y qué decir
del argentino Juan Manuel Fangio, que batía entonces todos los records mundiales
de automovilismo, a bordo de sus Alfa Romeo, Maserati, Ferrari y Mercedes-Benz.
Todo esto, en realidad, viene a cuento de cómo me
instruyeron para mejor recordar.
Los chicos navarros nos vanagloriábamos de Javier
Ochoa, “el león navarro”, campeón europeo y mundial de grecorromana en los años
20, a quien es obvio que no pudimos conocer, pero sí recibimos de nuestros
mayores su legendaria fama para, una vez magnificada, contraponerla a la de
Paulino Uzcudun. Era éste un gigantesco vasco de 1,90 m. de altura, campeón de
España y de Europa de los pesos pesados, quien recibió el único K.O. de su vida
peleando el campeonato del mundo contra Joe Louis, en el Madison Square Garden
de Nueva York. Pues bien, llegados a Régil, el padre Odriozola ―guipuchi declarado― tuvo a gala
“recordarnos” que Uzcudun nació en un caserío de dicho pueblo; que era el menor
de nueve hermanos y que siendo casi niño destacó como aizcolari y luego
―apretaba la beharra― en Francia, como
boxeador con un gran poderío físico, temible pegada, gran capacidad de encaje
y… proverbial apetito. Y, sacando la veta docente, añadió:
―«¿Sabéis como se dice al toro en vascuence?»
―¿…?
―«Pues zezena»
―nos ilustró a todos, castellano parlantes. Y nos enseñó el truco para recordar
la equivalencia toro-zezen.
―«Muy fácil, pues. Pensad que, puestos a comer, por
lo menos “Uzcudun se cena un toro”. ¿Entendéis? Se cena… se sena… zezena. A esto ―añadió― se le llama
mnemotecnia, que no se os olvide. »
Así fue cómo aprendí mnemotecnia en 3D, aunando el
artificio pedagógico que es, la iconografía mitológica del deporte y el
vascuence durante una excursión. Y todo sin gafas, no como ahora.
Pamplona, 27 de julio de
2010