[Traigo
esta entrada en Facebook, del 23 de
marzo de 2010, para dar unidad de pensamiento a estos Papeles de Aranbide, aunque sea de modo desordenado en el tiempo]
Más de dos años han pasado desde que se
estrenó, pero ayer noche pude ver, por fín, en casa y a mis anchas, Katyn, sobrecogedora película del
polaco Andrej Wajda, octogenario director de cine a quien adorna una especial
sensibilidad narrativa con la imágen, lejos de cualquier sentimentalismo
facilón. Y eso que su padre fue despachado por los soviéticos en los bosques de
Katyn (1940) y su madre no lo pudo saber sino hasta diez años después. Es una
película llena de humanidad que hace memoria histórica de un crimen de guerra,
no más allá de la contundente narración de hechos ciertos y la presentación de
dramas personales con ribetes autobiográficos, pero en su mayoría femeninos.
¡Qué tesón el de la mujer polaca!
En Polonia quisieron acabar con un pueblo
privándolo de su “intelligencja” y, así, mientras los soviéticos masacraban a
toda la oficialidad del ejército en Katyn, los nazis liquidaban profesores
universitarios. Es una película completa, que también apunta las tragedias
conocidas del “nuevo orden” bajo la bota soviética y la mediocridad de los
nuevos ricos rápidamente situados.
Las cosas como son. Hasta ayer lo último que
había visto de Wajda era El Silencio Roto, de 2002, pero desde entonces
han pasado muchas cosas. Contaba Wajda en una entrevista que cuando se pasó su
obra en el Gran Teatro de Varsovia, en septiembre de 2007, al apagarse las
luces tras las escenas finales, se oyó cómo alguien rezaba una oración. Se ha
dicho que “en la historia de Polonia se repite la misma biografía simbólica:
la víctima inocente, el martirio, la muerte y la redención”. Nunca ha
perdido la confianza en el resurgir de su nación.