Tiene aspecto de un húsar austro-húngaro,
caído de una de las láminas de la época, con unos mostachos poblados y una mirada
decidida. Es un hombre cuadrado al que solo le falta el vistoso uniforme, el
sable y el portapliegos. Ama los caballos y las cabalgadas con sus primos. Pero
seguro que nunca supo que un inocente niño rezó mucho por su vida. Y es que nació bien, pero enfermó gravemente
en unos tiempos en que no había muchos medios materiales. Estaba ya desahuciado.
Cuestión de tiempo: o salía de aquélla o moría, sin alternativa posible.
Era la víspera de mi primera comunión
cuando, siendo mocito, acompañé a mamá a visitar a la recién parida. Lloraba y
lloraba desconsolada por su suerte —era madre ya mayor—, por la del niño y
la de su hasta entonces frustrante, por infértil, matrimonio. No sabía a qué
santo encomendarse cuando, repentinamente, me tomó de las manos, luego
fuertemente de los hombros y me pidió y volvió a pedir, postrada en la cama,
que encomendara la salud de su hijo al Cristo redivivo que recibiría mañana por
vez primera. No entendí bien cuanto además me dijo, lo cierto es que tanto me
impresionó que quedó fijado en mi corazón. No fue otra mi petición a Santísimo
Sacramento.
No soy milagrero, pero lo cierto fue que,
de un día para otro, la crisis se resolvió. El niño sanó y se recuperó. Hoy
sostiene mi mirada como si nos conociéramos de toda su vida.
- 2014 - |