«Mañana,
chicos, ya sabéis que vamos a Las Fauces a hacer caridad con personas
necesitadas. Hay que traer al colegio alimentos que no se estropeen con el
tiempo, es decir, alubias, lentejas, arroz, aceite, latas de lo que queráis. No
vale dinero.»
A su grupo le tocaba hacer caridad una vez al trimestre. Con sus pertrechos tomaban un autobús urbano que les dejaba a la entrada del barrio
de Las Fauces. Seis u ocho altos edificios construidos por un prócer local.
Desde allí se adentraban entre las calles, cada cual cargado con su paquete.
Tendrían doce años en los 50, vestían como les correspondía y creían que
todo aquél con quien se cruzaban en el barrio echaba sobre ellos una
torva y codiciosa mirada, preguntándose a un tiempo quién sería la beneficiaria
del donativo de esos hijos de papá. Porque, inexplicablemente para ellos, siempre
lo hacían en una casa, a la misma mujer vestida de luto y con mandil.
Caminaban silenciosos, siguiendo a su maestrillo jesuita, que marcaba la ruta con paso
huidizo hasta llegar a un edificio gris, lindante con unas maltrechas
huertecillas al lado del maloliente río, siempre escaso de caudal y —diríamos
hoy— portador de los contaminantes que a él vertía aguas arriba una
metalurgia. Entonces nadie tenía en cuenta otra cosa que no fuera el tamaño de las berzas
que crecían en las ringles, para comerlas, con tocino mejor.
En el
barrio de Las Fauces los inmigrantes no eran negros, ni moros, que no había entonces, ni tampoco pobres pobres. Tenían cobijo propio y el incipiente Seguro de Enfermedad. Todos
los niños iban a la escuela y, si tenían paperas, eran atendidos en el
dispensario local. Los viejos, silenciosos, gargajeaban en su hogar y de todo
se enteraban, porque las escaleras eran como un patio de vecindad.
Él siempre volvía con mal cuerpo, no sabía por qué, y a sus padres no les hacía mucha gracia esta
aventura trimestral. Le preguntaban si sólo habían hecho “eso”. Él entendía
que les habría parecido poco, pero no podía ser, porque lo que llevó se lo
habían dado ellos mismos. Paso a paso fue aprendiendo qué era caridad.