Recibió trigo y no supo hacer pan. De
repente, el pequeño comenzó a discursear sobre el holismo de manera reiterada:
“de manera holística…”, “bajo un tratamiento holístico de la cuestión…”, etc.
Sonaba bien, como a Harvard. Otro palabro en su boca era “sistémico”. El
cursillo, o “programa” —como se revisten hoy de pompa estas cosas—, lo había hecho a trancas y barrancas, pero la negra
no. Por eso el discurso siempre quedaba mal enfocado y no pasaba de palabrero.
No obstante, sacó ventaja un amigo de la negra. Pasaba por allá y se subió a la
ola para demostrar que por lo menos era capaz de tenerse en el hueco, aunque
fuere una ola orillera. Trataría de hacer “olismo”, surfing, y una pasta.
Componer una política basada en la
integración total y global de las necesidades sociales frente a un concepto o situación
individual —el parcheo— es creer hoy en
agüeros. El holismo hay que predicárselo no al ciudadano ni a los funcionarios,
sino a los personajes políticos aupados en la administración y los que sientan
sus reales en el parlamento. Lo contrario es sembrar a voleo sobre hormigón,
para que la semilla se la coman los pájaros.
Ser holístico, en el mercado de hoy,
es correr el grave riesgo de perder la razón, como don Quijote, y acabar
tirando contra los odres.
Tan real como indignante.
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