Al
profeta Elías lo arrebató un carro de
fuego allá por el siglo IX antes de Cristo, según cuenta el libro de los Reyes.
Le sucedió san Eliseo en la profecía cristiana. Antes que yo supiera el relato bíblico
sobre éste, conocí a otro Eliseo que se movía por la ciudad impulsando con la
fuerza de sus cortas piernas un “carrico” blanco, en el que se leía con letras
de un rojo desvaído: «Eliseo Sanchiz Helados». Un negocio ambulante que databa
de los tiempos juveniles de mi padre. Lo manejaba un levantino —no sé si
valenciano o alicantino— que apareció por el norte buscando mercado para sus
productos caseros: el helado —mantecado limón y fresa—, las “crispetas”, que hizo famosísimas, y las
manzanas caramelizadas de un rojo brillante, con las que los críos
indefectiblemente se ponían perdida la ropa, para desesperación de sus
madres. Era un tipo corto de estatura pero ubicuo, pues se le encontraba a la
salida de los alumnos de todos los colegios. Allí hizo negocio, peseta a peseta
—¡qué va, real a rea!— ; si tenías un duro te ofrecía de todo y aún te
sobraba para otra vuelta. Incluso ejercía el oficio de cambista, pues trocaba
cien francos viejos o un franco fuerte francés por un duro, y ganaba por lo
menos nueve pesetas sólo en el cambio. De él se contaron historias mil y
algunas bravuconadas. Presente en una carrera pedestre, se jactaba de la
lentitud de los corredores, por lo que fue desafiado por éstos a competir. No
teniendo ropa adecuada, se puso en camiseta y calzoncillos, y tuvo que requerir
un imperdible para entornar la bragueta. No sé quién pudo vencer, si el
paticorto o los despreciados por éste.
- 2014 - |