Me
acabo de quedar solo, como si dijera viudo, y ya me estoy buscando un lugar de
penitencia. Un lugar, que no un sitio. Estoy donde estaba —incierto lugar— pero
me he puesto a fruta. He decidido limpiarme de todo lo que me sobra en mi
cuerpo gentil. No sé si lo lograré. De entrada fresas, que están baratas y
olorosas, manzanas de la tierra, las últimas naranjas de mesa, peras —ya
veremos— y el melón. Me priva la sandía, bien roja de aspecto, pero cara de
precio; «samaritana de los pobres, placer
de ricos», alguien dijo. Me dice mi frutera que viene de no sé dónde y que
por eso… Igual del moro, que cosecha antes. Hay mucho abasto de fruta y
verduras y aún tengo posibles pero, aunque tentado, he de tener cuidado con los
azúcares. ¡Qué uvas! ¡Qué albaricoques!
Una
alternativa a la fruta son los tomates feos, que decimos aquí. Una especie
cultivada en las vegas tudelanas al modo tradicional. Son tan feos como
difíciles de pelar, pero ambrosía pura. Me pongo ciego de ellos con un chorrito de aceite y sal, pero me aportan
demasiados hidratos de carbono. ¿Y las alcachofas de la Mejana? Fantásticas,
solas o bien acompañadas. Tienen un problema retardado para vivir en sociedad:
el incontenible y traidor meteoro.
Ayer
limpié media caja de espárragos. Gruesos pero un poco embarrados por causa de
las recientes lluvias. «Los de abril para
mí, los de mayo para mi amo, los de junio para ninguno», dice el refrán
fruto de la sabiduría popular. Templados, con un huevito en ellos escalfado…
Están riquísimos. Lo malo es el aumento de la diuresis que producen y el
pestazo del pis.
Me he
prometido no comer proteína animal, ni carne ni pescado. Haré una Cuaresma
extemporánea de asceta. Ya veremos dentro de una semana cómo tengo la
esclerótica del ojo.