jueves, 10 de febrero de 2011

El fin de una época



El sentir ciudadano, aun sin meterse en honduras, apunta la necesidad de acometer reformas en los ámbitos financiero, laboral, judicial también… No es que no sean necesarias, que lo son, pero la cuestión va más allá de esa evidente incapacidad institucional para afrontar la situación en la que chapoteamos, cuya sintomatología externa está suficientemente descrita en términos tanto económicos como de indigencia política y social. Intuimos que algo tiene que ver la geopolítica, pero, apegados al suelo que tenemos bajo los pies, no somos plenamente conscientes de que estamos ante un cambio histórico, cual es el fin del moderno modelo industrial, y el anticipo del fin de nuestra civilización. Tan crudo como suena. Si acaso, sentimos la sensación vertiginosa y hasta lúdica de encontrarnos en el indescriptible frenesí estético de la postmodernidad.

Fin del modelo industrial, sobre el que se solapan mimbres de la nueva era digital que hay que tejer, careciendo de modelo de referencia y desbordados los corsés ideológicos por la mera ocurrencia de aconteceres que los contradicen. Las urnas vienen progresivamente acabando con la socialdemocracia y el Nuevo Laborismo, incapaces de dar respuesta a los problemas más acuciantes del momento: inmigración, radicalismo islamista, crisis económica, fragilidad (insostenibilidad, injusticia) del Estado de Bienestar… Este bienestar ya no es socialista en Suecia, ni tampoco democristiano en los Países Bajos; quiero decir patrimonio de las viejas izquierda y derecha. Los nuevos gobernantes de Europa abogan por un serio adelgazamiento del Estado, mientras desde la Unión se propicia una subsidiariedad siquiera a medias ―¡no desciende hasta la persona!, como si este principio fuese el gran descubrimiento de burócratas postmodernos. El arquetipo europeo de gobernanza ha tenido su base en el consenso sobre una doble idea: primera, que la sociedad a través del Estado tiene una responsabilidad hacia sus ciudadanos en términos de bienestar social y crecimiento económico; segunda, que el bienestar de cada cual depende del bienestar del vecino. (Cabe preguntarse, desde luego, hasta dónde debe alcanzar ese vecindario para asegurar la viabilidad del modelo).

A estas alturas de la historia cruje el Estado, porque no garantiza el bienestar, y se echa en falta a la sociedad civil. Y, sin embargo, apenas se habla de la persona humana y de las sociedades que engendra, incluida la civil. Se tiene presente al ciudadano como individuo consumidor, sujeto pasivo de la fiscalidad y elector, cuya voluntad se suplanta a favor no del bien común, sino del particular. Incluso se le hace titular de “nuevos derechos” sin contrapartida de deberes.

A estas alturas de la historia digo padecemos un nuevo despotismo de tinte totalitario, intervencionista e interferidor en la vida personal y familiar de los ciudadanos. Apáticos, nos hemos acostumbrado a recibir la sopa boba en forma de prestaciones de discutible oportunidad y calidad para atender las cuales previamente nos exaccionan crecientes contribuciones e impuestos. Inermes nosotros, deciden sin nosotros qué es lo que les conviene en su corto plazo, sin tener claro nuestro para qué. Eso sí, sabiendo que “el mayor narcótico de la sociedad civil es la subvención” (Manuel Pizarro).

En fin, confío en las gentes, porque “en un jardín crecen más cosas que las que siembra el jardinero”. Es sabiduría proverbial. Además, a pesar del mal todo resulta para bien. También es constante histórica.

miércoles, 9 de febrero de 2011

¡Un proyecto!


Acabo de escribirle a una amiga que ya Herodoto advertía que los dioses truncan todo aquello que destaca: por eso caen abatidos por los rayos los árboles más altos y los animales de mayor tamaño, salvándose los pequeños. Pero el caso es que veintiseis siglos después y a pesar de tantos dioses ocurridos, sigue habiendo quien destaque aun entre los pequeños. No me refiero a los superdotados, que constituyen un impepinable tanto por mil de la población, sino a los talentosos. Son esos que han podido capitalizar en su persona los saberes de su tiempo y podrían movilizarlos según los haceres de su conciencia. Ni esperan el maná del cielo, ni son --diría Gómez Ávila-- reformadores empeñados en decorar los camarotes de un barco que naufraga. Disponen de recursos. ¡Sólo necesitan un proyecto auténtico que les encandile y la voluntad de liderarlo!