viernes, 27 de junio de 2014

Arar los vientos


En La rebelión de las masas Ortega denunciaba que «se ha apoderado de la dirección social un tipo de hombre a quien no interesan los principios de la civilización», aludiendo con esto al especialista en perjuicio del humanista, que tiene una visión holística y compacta de la singular y varia existencia humana, frente a quien la ve a través de un canuto. No deja de ser curioso que quien tiene una visión “sinfónica” de la vida coincida en el mismo sentido. Daniel Barenboim hace unos años achacaba a esa especialización la enfermedad de «no saber trazar realmente las causas, sino solamente los efectos, las consecuencias […] No sé —evocaba quién dijo con ironía y exactitud que el especialista es alguien que sabe más y más sobre menos y menos. Traducido esto a los procesos humanos, sociales y políticos, concluía significa tratar los síntomas y no las causas»

Pero hoy esto no es ni así, porque por virtud de la democracia y del aplauso de los medios y los enteros se ha dado cabida en el sistema no ya al miope especialista, sino al indigente, al que carece de pensamiento y bloquea el de los demás. A gente «de poca talla y poca vida» —en palabras de  Slawomir Mrozék—, a aquél que tiene el poder de esconder luz interior como la mano esconde el sol, dice Paulo Coelho. Por otro lado, es terrible y constatable que si le inyectas talento al sistema, lo confundes y nadie sabe a qué atenerse; «enfermo de desencanto» --como se ha dicho-- recurre al abstencionismo como respuesta política al embrollo.
La creación de Adán, por Miguel Ángel. Capilla Sixtina.

Todo esto parece irremediable y está en la base de la crisis social y de todos los grupos “ideológicos”, que nunca podrán refundarse desde sus cenizas, porque lo que les ardió fueron  las bases que les sostenían, que viven  ya en otro mundo, en el que todo depende de todo. Si se me permite el símil, ¿cómo se va a gobernar a unos caballos desde la carreta cuando ésta ha roto el enganche y el tiro, espantado, vuela? Los --me atrevería a decir-- autoproclamados dirigentes no están a la altura de las nuevas circunstancias con instrumentos creados, además, para tiempos pasados.

Hay dos maneras de llegar al desenlace decía Cambó—, pedir lo imposible y, otra, retrasar lo inevitable. Hoy por hoy parece imposible evitar a especialistas e indigentes, por lo que se está en retrasar la hora de lo inevitable. Con gran sentido común, no hace falta más caldo de cabeza, el magnífico pintor Antonio López vaticinaba que «las cosas van a empeorar hasta que quienes defienden el sistema se sientan en peligro».

Claro que, como se repite por la propaganda oficial, la crisis es un estado de ánimo. Pero no sólo de ánimo en sentido económico, como pudiera interpretarse, sino por ver cómo y cuándo se sale de esta con los bueyes que tenemos arando los vientos. Y téngase presente que un tiro de bueyes tiene dos, uno a la derecha y otro a la izquierda del pértigo.

¡Ah, no he gastado ni un renglón en referirme a quienes envilecen la sociedad, que los hay!

El niño por quien recé


Tiene aspecto de un húsar austro-húngaro, caído de una de las láminas de la época, con unos mostachos poblados y una mirada decidida. Es un hombre cuadrado al que solo le falta el vistoso uniforme, el sable y el portapliegos. Ama los caballos y las cabalgadas con sus primos. Pero seguro que nunca supo que un inocente niño rezó mucho por su vida.  Y es que nació bien, pero enfermó gravemente en unos tiempos en que no había muchos medios materiales. Estaba ya desahuciado. Cuestión de tiempo: o salía de aquélla o moría, sin alternativa posible.

Era la víspera de mi primera comunión cuando, siendo mocito, acompañé a mamá a visitar a la recién parida. Lloraba y lloraba desconsolada por su suerte  era madre ya mayor—, por la del niño y la de su hasta entonces frustrante, por infértil, matrimonio. No sabía a qué santo encomendarse cuando, repentinamente, me tomó de las manos, luego fuertemente de los hombros y me pidió y volvió a pedir, postrada en la cama, que encomendara la salud de su hijo al Cristo redivivo que recibiría mañana por vez primera. No entendí bien cuanto además me dijo, lo cierto es que tanto me impresionó que quedó fijado en mi corazón. No fue otra mi petición a Santísimo Sacramento.

No soy milagrero, pero lo cierto fue que, de un día para otro, la crisis se resolvió. El niño sanó y se recuperó. Hoy sostiene mi mirada como si nos conociéramos de toda su vida.


- 2014 -

jueves, 26 de junio de 2014

Mañana toca caridad


«Mañana, chicos, ya sabéis que vamos a Las Fauces a hacer caridad con personas necesitadas. Hay que traer al colegio alimentos que no se estropeen con el tiempo, es decir, alubias, lentejas, arroz, aceite, latas de lo que queráis. No vale dinero.»

A su grupo le tocaba hacer caridad una vez al trimestre. Con sus pertrechos tomaban un autobús urbano que les dejaba a la entrada del barrio de Las Fauces. Seis u ocho altos edificios construidos por un prócer local. Desde allí se adentraban entre las calles, cada cual cargado con su paquete. Tendrían doce años en los 50, vestían como les correspondía y creían que todo aquél con quien se cruzaban en el barrio echaba sobre ellos una torva y codiciosa mirada, preguntándose a un tiempo quién sería la beneficiaria del donativo de esos hijos de papá. Porque, inexplicablemente para ellos, siempre lo hacían en una casa, a la misma mujer vestida de luto y con mandil.

Caminaban silenciosos, siguiendo a su maestrillo jesuita, que marcaba la ruta con paso huidizo hasta llegar a un edificio gris, lindante con unas maltrechas huertecillas al lado del maloliente río, siempre escaso de caudal y —diríamos hoy— portador de los contaminantes que a él vertía aguas arriba una metalurgia. Entonces nadie tenía en cuenta otra cosa que no fuera el tamaño de las berzas que crecían en las ringles, para comerlas, con tocino mejor.

En el barrio de Las Fauces los inmigrantes no eran negros, ni moros, que no había entonces, ni tampoco pobres pobres. Tenían cobijo propio y el incipiente Seguro de Enfermedad. Todos los niños iban a la escuela y, si tenían paperas, eran atendidos en el dispensario local. Los viejos, silenciosos, gargajeaban en su hogar y de todo se enteraban, porque las escaleras eran como un patio de vecindad.


Él siempre volvía con mal cuerpo, no sabía por qué,  y a sus padres no les hacía mucha gracia esta aventura trimestral. Le preguntaban si sólo habían hecho “eso”. Él entendía que les habría parecido poco, pero no podía ser, porque lo que llevó se lo habían dado ellos mismos. Paso a paso fue aprendiendo qué era caridad.

Lenteja pardina

martes, 24 de junio de 2014

Ojos niños


«[…] Mas ya sé lo que [Tú] quieres, lo que buscas:
si la esperanza es prenda de prodigios,
si el sol de caridad arde sin tregua,
lo que pides es fe, los ojos niños. »
(Gerardo Diego)


Con ojos niños miraba… hasta bien entrada la adolescencia. Un día quebró su fe, pero no por ello su mirada perdió virginidad. No alcanzaba a ver el patente mal y seguía inocente. Si fue malo, más por lo que quisiera, lo fue por las vergüenzas que ocultan la omisión.

De la mano de su padre conoció a los niños de la piedra, más tarde a los de la doctrina, que entonces había muchos, gobernados por las hoy denostadas monjas de la Caridad. En sus sueños infantiles una obsesión recurrente tenía, incomprendida porque nadie se la explicó, la de aquél almacén de unas colonias escolares donde se amontonaban centenares de alpargatas ya gastadas para ser distribuidas por orden y turno a los nuevos colonos que llegaban. Gustó del queso y de la leche en polvo de la ayuda americna, que traía una fea mujer a casa, quitándosela de la que a los suyos correspondía, como forma de agradecer no sé qué enormes favores hechos por su padre para que le adjudicaran una vivienda social.

El efecto no lo supo aquél es que se considerara, más que un afortunado, un niño bien. Esta fue la injusticia reiteradamente cometida hasta entrada su madurez. Lo visto no le evidenciaba las cosas como son y tenía que echar mano de una marchita fe. Y ahora que lo piensa se arrepiente de su malhacer


Si en la vista está la ventana del alma, si el lenguaje del amor está en los ojos, escrutándoselos hasta el fondo no tuvo los ojos niños, que los tuvo de niño bien.

Niño bien
- 2014 -


domingo, 22 de junio de 2014

Alguien me ha dicho algo


Es raro que estuviera realmente aburrido, cansado de aburrimiento. Con esa sensación horrible de acedia que te arruga el alma y sientes que careces de recursos para salir de ella:  ya no puedes leer más, ni pasear, ni escuchar música… Estás harto y te prescribes la única fórmula magistral para salir del atasco: alguien que se preste o algo que te distraiga.

Así di con la película La ladrona de libros, The Book Thief, dirigida por Brian Percival, sobre una adaptación cinematográfica basada en la novela del mismo título, cuyo autor es el australiano  Markus Zusak, nacido Branko Cincovic y de origen austro-germano, hijo de un doblemente perdedor emigrado a las antípodas.

Cierto es que estoy harto de las reiteraciones sobre la Shoáh. Sin embargo las reseñas del libro de Zusak me presentaban una obra singular: una historia civil que se desenvuelve en la retaguardia nazi, narrada en primera persona por la Muerte. Es la historia de Liesel Mamminger, una niña de 9 años acogida por una familia obrera durante la Segunda Guerra Mundial. Una vida mísera que resulta entrañable.

No puedo calificar la fidelidad del guión cinematográfico con la novela, pero sí la interpretación de los personajes: no se si quedarme con la niña Liesel (Sophie Nélisse) o con Hans ( Geoffrey Rush), su padre. El papel de Rosa, la más que adusta madre de acogida, a quien le acompaña su propio gesto, lo borda Emily Watson. Sin destripar nada digo que será la historia que la propia Liesel está escribiendo la que le salve la vida.

No tengo lágrima fácil y veo las películas “desde fuera”… Pero se me desarrugó el alma.


¡Ah, tengo encargada la novela!

Ideas y solaz del alma